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    ¿Qué son los toros?

    Alfonso L. Galiana – ¿Qué son los toros? – 18 de enero de 2022

    ¿Que son los toros? un animal, diría algún idiota. Pero es algo mucho más profundo. Los toros son, ante todo, sentimiento. Por eso no existe una definición exacta, porque para cada uno puede significar una cosa distinta. 

    Los toros son también un gran misterio. El misterio empieza con el propio nombre, ¿Como nos referimos a esta afición? Algunos lo llaman la Fiesta de los Toros. Otros, como el maestro Rafael de Paula, prefieren darle el nombre de acontecimiento, por la solemnidad que lleva aparejada. Y lo sorprendente es que todos tienen razón, los toros son a la vez fiesta y solemnidad, alboroto y silencio, júbilo y espanto, temeridad y miedo. Pero a mí me gusta más decir el arte de los toros, porque la cualidad que destaca por encima del resto en la fiesta/acontecimiento de los toros es el arte.

    O sino como se explica el regocijo de los tendidos en aquella placita de piedra de algún pueblo perdido de España, mientras la banda municipal toca un pasodoble al compás de aquel hombre que, sin más defensa que un trozo de tela y un estoque burla con gracia y desplante a la muerte encarnada en cada embestida del toro. O como se explica ese silencio solemne del que se apodera el albero maestrante cada abril, que se rompe para estallar en un unánime “olé” con cada verónica de Morante de la Puebla.

    Los toros son, en esencia, arte; aunque no siempre lo sean. Pero no un arte cualquiera, sino el arte supremo, pues el de los toros es el único que aúna todas las otras formas de arte. 

    Los toros son poesía, ¿O es que el vuelo de un capote no es igual a un verso que te atraviesa y te llega a lo más profundo del alma? Y si no, que se lo digan a Lorca. 

    Los toros son también arquitectura en su máxima expresión. Basta con leer cualquier tratado de tauromaquia antiguo para darse cuenta de que el toreo es pura geometría. 

    Los toros son danza, el baile místico de un hombre con la muerte, que acecha en forma de una bestia de quinientos kilos con dos pitones afilados como puñales, cada vez que pasa por delante de su bragueta. 

    Los toros son pintura y escultura. ¿O es que el trazo de una muleta sobre el albero no es igual al del pincel de Goya o de Picasso sobre un lienzo? ¿Acaso no pudiera alguien pensar que el toro, ese ser casi mitológico, se trata de una escultura en lugar de una criatura real? ¿Acaso José Tomás no parece una estatua cada vez que planta sus pies en el centro de la plaza y permanece inmóvil mientras la muerte se abalanza con furia hacia él?

    Los toros son música. ¿O es que la comunión entre toro, torero y público no evoca la armonía que se produce en una orquesta sinfónica, cuando todos tocan al son? Y si no, ¿Como se explica la creación de los bellos pasodobles que resuenan cada tarde en las plazas?

    Los toros son, indiscutiblemente, flamenco. Porque los toros son fruto de la misma fusión de culturas y civilizaciones milenarias que, a orillas del Guadalquivir, dieron nacimiento a este sentimiento que expresa las más bellas formas de arte que este mundo ha contemplado. Y, ¿Es que el toreo no es cante flamenco?, ¿No es un muletazo igual que un quejio de un cantaor en un tablao a las tres de la mañana? Y el que diga que no, es que no ha visto nunca torear a Curro, si, a Romero.

    ¿No son los toros también un arte escénico? Porque, aunque en los toros nada sea actuado y todo es verdad y pureza, ¿acaso una corrida de toros no es una tragedia clásica representada en tres actos (varas, banderillas y muerte)? Y es que los toros son también un producto de la civilización mediterránea.

    Pero, además, los toros tienen incluso ciertos componentes religiosos. La celebración de las corridas es en sí una liturgia. Desde la solemnidad del paseíllo hasta la muerte del toro, todo está metódica y ceremonialmente organizado. Los toreros se atavían con sus trajes de luces cada tarde como si de una sotana se tratase. Los feligreses acuden puntualmente a su cita día tras día en su templo, el templo del toreo. Y lo hacen con la ilusión de ver una experiencia cuasi espiritual. La misma ilusión con la que un niño aguarda en la víspera de reyes la venida de sus majestades. Porque los toros, especialmente para los morantistas, es ir cada tarde a la plaza esperando ver algo que seguramente no pase, pero que, si pasa, no hay nada en este mundo que se le iguale. Y es que no me extraña que un juez, hace ya algunos años, declarara el currismo una religión.

    Pero no debemos olvidar que el centro de todo esto no es otro que el toro. Los toreros pasan, el toro permanece. El toro es, en este ámbito, sinónimo de Dios. El toro es ese ser todopoderoso, que no se sabe muy bien porque embiste incasablemente. El toro tiene, simultáneamente, la capacidad de dar todo, o de quitarlo. El toro puede darte la gloria, la fama, el dinero… El toro puede hacerte atravesar la puerta de los cielos a hombros de una multitud enfervorizada que al unísono grita: torero, torero; mientras la calle Alcalá contempla con incredulidad tan bella escena. 

    Pero, ojo, también pude quitártelo todo de la manera más cruel. Sin razón aparente, las nobles embestidas pueden tornar en volteretas y cornadas. De la misma manera que la gloria se convierte en un reguero de sangre sobre el albero, a la vera del cuerpo malherido de un simple mortal que hasta hace unos segundo se creía por encima del Dios toro.

    Eso es el toreo, el arte de poner y quitar, como definía magistralmente Bergamín. El arte de poner y quitar el trapo. El único arte donde el artista se enfrenta de frente a la muerte y a la crítica de veinte mil almas, mientras trata de componer su sublime obra. El único arte donde en cuestión de segundos los fervorosos aplausos y los pañuelos blancos se pueden tornar en una sonora pitada. Donde la expectación troca rápidamente en una rotunda bronca. “Tarde de expectación, tarde de decepción”, dice el refrán. Si no que le pregunten a Curro, que no fueron pocas las veces en las que salió escoltado por la policía mientras le llovían almohadillas, botellas y toda clase de objetos directos a su cabeza. 

    Pero lo bonito de esto es que ni el mayor de los petardazos, como el de Morante en el Puerto, nos hace perder a los aficionados la fe. La fe de poder ver un espectáculo que colma todos nuestros sentidos, y nos hace arrancar al unísono en un olé, mientras una lágrima cae por nuestras mejillas y las camisas se rompen en los tendidos. 

    Por todo esto es por lo que me rio cuando oigo a algún necio, casi siempre algún politicucho, hablando de los toros, denotando con sus palabras una supina ignorancia y desconocimiento. Porque por mucho que se escriba, las palabras no pueden explicar lo que se siente en una plaza. Dicen por ahí, haciendo alarde de su estupidez, que los toros son tortura y no cultura. 

    Lo que sí tengo claro es que estos “genios pacatos, envidiosos y aduladores, que han tenido valor de llamar bárbara a esta afición”, no han pisado una plaza en su vida. “No se si sus razones, son hijas del miedo, producidas por envidia y acordadas por su suma flojedad e indolencia”. O si simplemente se debe a su necedad. Porque, puedo afirmar que “quien ve los Toros, desmiente con la experiencia, misma, las máximas y sistemas de semejantes entusiastas. Allí, reconoce que el valor y la destreza que aseguran a los lidiadores de los ímpetus y conatos de la Fiera que, al fin, da el ultimo aliento en sus manos”. Estas palabras no las escribo yo, llevan ya más de doscientos años inmortalizadas por Pepe-Hillo en su obra La Tauromaquia. Por eso, os animo a que vayáis a las plazas de toros y que descubráis, por vuestra propia cuenta y libres de prejuicios, que son los toros.

    «Los toros son, ante todo, sentimiento. Por eso no existe una definición exacta, porque para cada uno puede significar una cosa distinta.»

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