Diéguez Álvarez Rojas – La cosa va de color –7 de junio de 2022
Mick Jagger y el Guernica. Los Stones llegan a Madrid, mierda de ciudad donde ni las ratas pueden vivir. Cincuentones desfasados de juventud olvidada se amontonan para ver a las viejas glorias del Rock and Roll, tratando el ambiente cargado con la devoción del sacristán. De vez en cuando, entre la multitud estentórea de voz quebrada, un grupo de jóvenes pedantes con gafas de pasta asienten los acordes mayores y marchitos del extinto cuarteto.
Madrid y el Rock siempre se han llevado bien. En los ochenta de Tierno Galván, Sabina y Umbral, glosas al Rosendo berreante que verdaderamente merece la pena. Bestias nocturnas y jeringueras inundaban la Calle Fuencarral; toreros y bohemios de La Movida compartían la risa vinatera del inocente espíritu libertino nacido de la muerte del cabrón del Pardo. Farra y arte. Todos con todos. Y ahí los Stones estarían en su salsa.
Ahora, sin embargo, da la sensación de que todo se ha vuelto un coñazo. Que el tedio embarga el día a día, arrastrándonos a una existencia prosaica, constante e inalterable. Mediocridad. Madrid ya no está para fiestas. Es una ciudad gris, el color de la izquierda melancólica. Pero es un gris de conciencia que, lejos de desengaños, nos atañe a todos. Usted, madrileño, sabe a lo que me refiero. Lasciate ogni speranza, voi ch’entrate.
Últimamente, en un profundo acto de esnobismo compartido con un camarada, tomo el vermú en El Greco, bar taurino, chamberilero y de los años treinta. Con frecuencia, aparece Ángel Gabilondo, filósofo grandullón, apacible, apático; una especie de Hegel trasnochado. Le invito al café con leche y charlamos de estética. Sus respuestas en cuanto a política, lejos del color irascible del convencido, son las del escéptico. Este estado en el que estoy inmerso, sumado a la llegada del verano y el calor, hace que piense en renovar la ideología para recuperar el tono. Ya va siendo hora. La cosa va de color, de escoger un blasón certero bajo el que resguardarse y dar una afilada estocada a la impertinencia de los inquisidores de la bancada contraria.
Tengo que reconocer que los partidos políticos me producen hastío. El Partido Popular, de la mano de Feijóo, ha vuelto a ser la derecha de costumbre y confianza. El gallego se ha leído El Príncipe, manual de gánsteres, y actúa en consecuencia. El rottweiler de Ayuso caerá, tarde o temprano. La mística seducción gallega es bien conocida, pero tengo miedo de que en un descuido me lleve a misa.
VOX me parece más de lo mismo. Primero, una España per se, berlanguiana, que desprende el aura de la costumbre y el sosiego feudal castellano. Segundo, la reacción gritona ante un mundo en cambio que ni quiere ni puede entender, un sujeto hemipléjico, cojitranco e intransigente.
El consenso de los rojos deja bastante que desear. Y mira que le he puesto empeño. Pero oye, no hay manera. Es una izquierda muy poco literaria para mí y que entra de lleno en el juego de la demagogia. No, yo quiero una idea estética, que se pueda llevar por la calle y que te miren, que eso es lo importante. Un brazalete, una boina, una camisa azul o algo de eso. Me van a tener que disculpar, pues soy muy de Eugenio D’Ors, el Goethe español.
Estoy recuperando a don Ramón del Valle-Inclán (el lector recordará su barba), y creo que los tiros van por ahí. En la Plaza Mayor hay un sitio de boinas que será mi pila bautismal. Dios, Patria, Rey y comunismo libertario. Me gusta esa combinación. Al menos, colorida es.
Tampoco hay ser requeté de trinchera, que se vuelven muy pesados. Debe ser algo intelectual, pulcro, aristocrático; literario. Y si algo sabe el carlismo es de literatura, con ese color rojo de sangre, pasión y fuerza. Quizá me vuelva un cruzado de la causa.
El caso es que en mí y en Madrid hace falta colorante de algún tipo. Algo de acción física e intelectual. Y es que los Rolling, de pulso errático y con el pelucón desacompasado, no son capaces de animar al personal. Tampoco el Madrid, que hace costumbre lucir los títulos de Europa en la vitrina. Cibeles, impertérrita. A ver si para sentir emociones fuertes voy a tener que hacerme socio del Atlético. Sigo buscando opciones, pues uno se niega a ceder ante el último recurso.
«La cosa va de color, de escoger un blasón certero bajo el que resguardarse de una afilada estocada a la impertinencia de los inquisidores de la bancada contraria.»
Diéguez Álvarez Rojas – La cosa va de color –7 de junio de 2022
Mick Jagger y el Guernica. Los Stones llegan a Madrid, mierda de ciudad donde ni las ratas pueden vivir. Cincuentones desfasados de juventud olvidada se amontonan para ver a las viejas glorias del Rock and Roll, tratando el ambiente cargado con la devoción del sacristán. De vez en cuando, entre la multitud estentórea de voz quebrada, un grupo de jóvenes pedantes con gafas de pasta asienten los acordes mayores y marchitos del extinto cuarteto.
Madrid y el Rock siempre se han llevado bien. En los ochenta de Tierno Galván, Sabina y Umbral, glosas al Rosendo berreante que verdaderamente merece la pena. Bestias nocturnas y jeringueras inundaban la Calle Fuencarral; toreros y bohemios de La Movida compartían la risa vinatera del inocente espíritu libertino nacido de la muerte del cabrón del Pardo. Farra y arte. Todos con todos. Y ahí los Stones estarían en su salsa.
Ahora, sin embargo, da la sensación de que todo se ha vuelto un coñazo. Que el tedio embarga el día a día, arrastrándonos a una existencia prosaica, constante e inalterable. Mediocridad. Madrid ya no está para fiestas. Es una ciudad gris, el color de la izquierda melancólica. Pero es un gris de conciencia que, lejos de desengaños, nos atañe a todos. Usted, madrileño, sabe a lo que me refiero. Lasciate ogni speranza, voi ch’entrate.
Últimamente, en un profundo acto de esnobismo compartido con un camarada, tomo el vermú en El Greco, bar taurino, chamberilero y de los años treinta. Con frecuencia, aparece Ángel Gabilondo, filósofo grandullón, apacible, apático; una especie de Hegel trasnochado. Le invito al café con leche y charlamos de estética. Sus respuestas en cuanto a política, lejos del color irascible del convencido, son las del escéptico. Este estado en el que estoy inmerso, sumado a la llegada del verano y el calor, hace que piense en renovar la ideología para recuperar el tono. Ya va siendo hora. La cosa va de color, de escoger un blasón certero bajo el que resguardarse y dar una afilada estocada a la impertinencia de los inquisidores de la bancada contraria.
Tengo que reconocer que los partidos políticos me producen hastío. El Partido Popular, de la mano de Feijóo, ha vuelto a ser la derecha de costumbre y confianza. El gallego se ha leído El Príncipe, manual de gánsteres, y actúa en consecuencia. El rottweiler de Ayuso caerá, tarde o temprano. La mística seducción gallega es bien conocida, pero tengo miedo de que en un descuido me lleve a misa.
VOX me parece más de lo mismo. Primero, una España per se, berlanguiana, que desprende el aura de la costumbre y el sosiego feudal castellano. Segundo, la reacción gritona ante un mundo en cambio que ni quiere ni puede entender, un sujeto hemipléjico, cojitranco e intransigente.
El consenso de los rojos deja bastante que desear. Y mira que le he puesto empeño. Pero oye, no hay manera. Es una izquierda muy poco literaria para mí y que entra de lleno en el juego de la demagogia. No, yo quiero una idea estética, que se pueda llevar por la calle y que te miren, que eso es lo importante. Un brazalete, una boina, una camisa azul o algo de eso. Me van a tener que disculpar, pues soy muy de Eugenio D’Ors, el Goethe español.
Estoy recuperando a don Ramón del Valle-Inclán (el lector recordará su barba), y creo que los tiros van por ahí. En la Plaza Mayor hay un sitio de boinas que será mi pila bautismal. Dios, Patria, Rey y comunismo libertario. Me gusta esa combinación. Al menos, colorida es.
Tampoco hay ser requeté de trinchera, que se vuelven muy pesados. Debe ser algo intelectual, pulcro, aristocrático; literario. Y si algo sabe el carlismo es de literatura, con ese color rojo de sangre, pasión y fuerza. Quizá me vuelva un cruzado de la causa.
El caso es que en mí y en Madrid hace falta colorante de algún tipo. Algo de acción física e intelectual. Y es que los Rolling, de pulso errático y con el pelucón desacompasado, no son capaces de animar al personal. Tampoco el Madrid, que hace costumbre lucir los títulos de Europa en la vitrina. Cibeles, impertérrita. A ver si para sentir emociones fuertes voy a tener que hacerme socio del Atlético. Sigo buscando opciones, pues uno se niega a ceder ante el último recurso.
«La cosa va de color, de escoger un blasón certero bajo el que resguardarse de una afilada estocada a la impertinencia de los inquisidores de la bancada contraria.»