Diéguez Álvarez Rojas – Sueño de una noche de verano – 27 de junio de 2022
Estío, dorado amanecer y deliciosa velada de luz tenue y lechal que Selene escancia soberbia desde las alturas. Y el mar, la mar, espejo divino, se deleita y ruboriza en el reflejo del astro, de inevitable presencia para poetas, marinos y otros animales tristes. El paisaje hipnótico, completo y sublime de una noche de verano.
El bullicio de las bestias nocturnas, faunos de la música y el ambiente distendido, obliga al júbilo. Pies ligeros en danza. ¡Quédense ustedes, quietos y mediocres, con su recio bastón! ¡Ah! Celebración de todos, amistad del cuerpo y el alma, comunión entre dioses y hombres. El mito se nos presenta de nuevo con la claridad del Mediterráneo, pues, en esencia, somos nosotros, destino y final inevitable.
Lejos de la dócil arena bañada por la marea, caricia redentora para extremidades cansadas, se escucha el canon del campanario local, figura medieval, presagio. Señor del tiempo, la extrema educación de su canto esperado y puntual ordena la vida y la muerte de todos los que en su realidad se encuentran.
¡Uno! ¿Acaso no lo escucháis?
¡Dos! Cierra los ojos.
¡Tres! ¡Cuatro! Todos somos bailarines.
¡Cinco! Rápido; lento. ¿No escuchas la música?
¡Seis! ¡Baila conmigo! ¡Siete! ¡Ocho! ¡Nueve! ¡Diez! ¡Coge mi
mano! ¡Hermia!
¡Once! ¿Te vas? ¡Ah! ¡No te marches aún!
¡Doce! ¡Baila! ¡Baila! ¡Baila!
Inmediatamente antes de un mar infinito y perdido por entre el horizonte, intriga para las miradas curiosas, se encuentra un fuego. Alrededor, la fiesta, rostros iluminados, máscaras sonrientes enamoradas del lugar y sus pares.
No recuerdo el momento exacto en que mis ojos entrevieron lo que aun hoy creo una ilusión. ¿Qué otra cosa podría haber cautivado de aquella forma cada rincón, cada recoveco del alma propia? Hasta entonces, jamás había tenido la oportunidad de atisbar la perfección en las formas y en el saber estar. ¡Una sílfide! Observándome, hacía pequeñas muecas con las que daba a entender que conocía todos mis pecados, mis debilidades y oscuridades con
terrorífica precisión. Descalza en la arena, el resplandor de la hoguera próxima coloreaba un vestido blanco, tejido con exquisita ternura y cuidado, revelando una estilizada figura. Era blanca, como las ninfas que raptaron al apuesto Hilas, de ojos verdes y pelo castaño recogido en una sola trenza que decoraba con una flor de jazmín y descansaba en su hombro izquierdo.
Magnífico, inefable era tenerla cerca. Sin embargo, rápido alejó su mirada de la mía, estudiante y aprendiz de su excelencia. La perdí. Oteando el escenario, traté de buscar de nuevo la reciprocidad de sus ojos apostados con delicadeza, pero fue en vano. Esquiva, como el animal puro que rechaza al intruso, huía de mí. La niebla del gentío dificultaba la sagrada búsqueda. Creí verla. Un acto de fe. Sin esperanza en la reconciliación, atendí sentado en la orilla al suave romper de las olas, lejos de todos, por lo tanto, casi con seguridad total, de ella.
Navegando con la mirada la mar pausada, logré reconocer el blanco de su vestido adentrándose sereno en un baño nocturno, íntimo. Recobré entonces el sosiego. Todas las cuitas y pesares que poseía dentro se vaciaron entre azorados y alentadores suspiros. Paseo dandi, continuó caminando mar adentro mientras las aguas engullían con solemnidad su esbelta figura, hasta que de la ninfa nada quedó, únicamente el reflejo lunar en las olas batidas. La marea terminó por despertar el sueño dogmático en el que me encontraba inmerso, golpeando mi estupor con la vehemencia de la fusta al potro. De un salto me hice a las aguas para socorrer a aquella sílfide, mi sílfide, pero sin encontrar rastro alguno.
No hay nada, quizá, más humano para reflexionar que el suicidio, el acto consciente consecuencia directa de sopesar que la vida no merece ser vivida, que la muerte es el trágico e irremediable destino de uno. No conozco sus penas, sus turbaciones, sus motivaciones o sinsentidos. Solo sé que el mar, la mar, se me tragó mi sílfide, mi ninfa, la deidad de la que fui fiel devoto en una noche de verano.
«Y el mar, la mar, espejo divino, se deleita y ruboriza en el reflejo del astro, de inevitable presencia para poetas, marinos y otros animales tristes. El paisaje hipnótico, completo y sublime de una noche de verano »
Diéguez Álvarez Rojas – Sueño de una noche de verano – 27 de junio de 2022
Estío, dorado amanecer y deliciosa velada de luz tenue y lechal que Selene escancia soberbia desde las alturas. Y el mar, la mar, espejo divino, se deleita y ruboriza en el reflejo del astro, de inevitable presencia para poetas, marinos y otros animales tristes. El paisaje hipnótico, completo y sublime de una noche de verano.
El bullicio de las bestias nocturnas, faunos de la música y el ambiente distendido, obliga al júbilo. Pies ligeros en danza. ¡Quédense ustedes, quietos y mediocres, con su recio bastón! ¡Ah! Celebración de todos, amistad del cuerpo y el alma, comunión entre dioses y hombres. El mito se nos presenta de nuevo con la claridad del Mediterráneo, pues, en esencia, somos nosotros, destino y final inevitable.
Lejos de la dócil arena bañada por la marea, caricia redentora para extremidades cansadas, se escucha el canon del campanario local, figura medieval, presagio. Señor del tiempo, la extrema educación de su canto esperado y puntual ordena la vida y la muerte de todos los que en su realidad se encuentran.
¡Uno! ¿Acaso no lo escucháis?
¡Dos! Cierra los ojos.
¡Tres! ¡Cuatro! Todos somos bailarines.
¡Cinco! Rápido; lento. ¿No escuchas la música?
¡Seis! ¡Baila conmigo!
¡Siete! ¡Ocho! ¡Nueve! ¡Diez! ¡Coge mi
mano! ¡Hermia!
¡Once! ¿Te vas? ¡Ah! ¡No te marches aún!
¡Doce! ¡Baila! ¡Baila! ¡Baila!
Inmediatamente antes de un mar infinito y perdido por entre el horizonte, intriga para las miradas curiosas, se encuentra un fuego. Alrededor, la fiesta, rostros iluminados, máscaras sonrientes enamoradas del lugar y sus pares.
No recuerdo el momento exacto en que mis ojos entrevieron lo que aun hoy creo una ilusión. ¿Qué otra cosa podría haber cautivado de aquella forma cada rincón, cada recoveco del alma propia? Hasta entonces, jamás había tenido la oportunidad de atisbar la perfección en las formas y en el saber estar. ¡Una sílfide! Observándome, hacía pequeñas muecas con las que daba a entender que conocía todos mis pecados, mis debilidades y oscuridades con
terrorífica precisión. Descalza en la arena, el resplandor de la hoguera próxima coloreaba un vestido blanco, tejido con exquisita ternura y cuidado, revelando una estilizada figura. Era blanca, como las ninfas que raptaron al apuesto Hilas, de ojos verdes y pelo castaño recogido en una sola trenza que decoraba con una flor de jazmín y descansaba en su hombro izquierdo.
Magnífico, inefable era tenerla cerca. Sin embargo, rápido alejó su mirada de la mía, estudiante y aprendiz de su excelencia. La perdí. Oteando el escenario, traté de buscar de nuevo la reciprocidad de sus ojos apostados con delicadeza, pero fue en vano. Esquiva, como el animal puro que rechaza al intruso, huía de mí. La niebla del gentío dificultaba la sagrada búsqueda. Creí verla. Un acto de fe. Sin esperanza en la reconciliación, atendí sentado en la orilla al suave romper de las olas, lejos de todos, por lo tanto, casi con seguridad total, de ella.
Navegando con la mirada la mar pausada, logré reconocer el blanco de su vestido adentrándose sereno en un baño nocturno, íntimo. Recobré entonces el sosiego. Todas las cuitas y pesares que poseía dentro se vaciaron entre azorados y alentadores suspiros. Paseo dandi, continuó caminando mar adentro mientras las aguas engullían con solemnidad su esbelta figura, hasta que de la ninfa nada quedó, únicamente el reflejo lunar en las olas batidas. La marea terminó por despertar el sueño dogmático en el que me encontraba inmerso, golpeando mi estupor con la vehemencia de la fusta al potro. De un salto me hice a las aguas para socorrer a aquella sílfide, mi sílfide, pero sin encontrar rastro alguno.
No hay nada, quizá, más humano para reflexionar que el suicidio, el acto consciente consecuencia directa de sopesar que la vida no merece ser vivida, que la muerte es el trágico e irremediable destino de uno. No conozco sus penas, sus turbaciones, sus motivaciones o sinsentidos. Solo sé que el mar, la mar, se me tragó mi sílfide, mi ninfa, la deidad de la que fui fiel devoto en una noche de verano.