Hoy, a mi juicio, ya no hay salvación viable, solo una muerte lo más digna posible.
Alberto García Chaparro
Dos años y ocho meses después de que Ciudadanos se hundiera en las elecciones del 10 de noviembre de 2019, la situación del Partido ha pasado de grave a agónica y de agónica a terminal.
Ni yo ni ninguna otra persona que haya abandonado el Partido desde entonces tiene, ni mucho menos, la fórmula mágica y maestra para extirpar de un plumazo todos los tumores del mismo. Ninguno guardamos la carta secreta que haría que Ciudadanos mañana volviera a ilusionar, una vez más, a cuatro millones de españoles. Sin embargo, muchos que en su día fuimos críticos con la falta de valentía política y la ausencia de reformas internas de calado resultamos condenados al ostracismo y acusados de traición. Algunos que en su momento fueron insultados por altos cargos del Partido han acabado por tener mayor capacidad de predicción y más conciencia de la realidad que aquellos que cobran un sueldo público y dedican las veinticuatro horas del día a la supervivencia de la formación.
El proceso abierto de escucha a la militancia en una gira nacional que anunció hace pocos días la presidenta de Ciudadanos, Inés Arrimadas, hace recordar viejos fantasmas de una Convención Política que solo fue un aquelarre de auto aprobación de unos señores y señoras que han demostrado en ya demasiadas ocasiones su incapacidad manifiesta. Estas palabras pueden parecer duras o exageradas, pero son profunda y dolorosamente ciertas, y el tiempo lo ha demostrado.
En el momento más crítico -hasta entonces- del Partido, nos reunimos cientos de afiliados y simpatizantes, jóvenes y mayores, diputados y concejales para, supuestamente, salvar el proyecto liberal de Ciudadanos en España. Para mí, acudir al Paseo de la Habana aquellos 17 y 18 de julio de 2021 en Madrid fue el mayor choque de realidad política de mi vida: Ciudadanos estaba condenado. Y lo estaba no por falta de afiliados dispuestos a trabajar, sino porque quienes tomaban las decisiones, como la presidenta, solo pisaron aquel pabellón para escuchar a Pedro J. y dar un discurso de cierre.
Cuando el capitán y su equipo no están dispuestos a darlo todo para que el barco llegue a buen puerto, el esfuerzo de los marineros es ingrato e infructuoso. Cuando el 18 de julio de 2021 abandoné Ciudadanos, lo hice profundamente apenado pero convencido de que era la mejor decisión posible. Más de once meses después, decenas de diputados y dos gobiernos autonómicos menos, ningún cambio se ha llevado a cabo. Hoy, a mi juicio, ya no hay salvación viable, solo una muerte lo más digna posible.
Morir no implica desaparecer, quizá incluso sea lo necesario para que algún día, más pronto que tarde, resucite la semilla de la esperanza del cambio que Albert Rivera plantó en muchos de nosotros. Ya no hay nada que salvar, no porque los afiliados que quedan no quieran, sino porque quienes tienen el timón entre sus manos están decididos a enviar a Ciudadanos a los libros de Historia.
Política
Ni yo ni ninguna otra persona que haya abandonado el Partido desde entonces tiene, ni mucho menos, la fórmula mágica y maestra para extirpar de un plumazo todos los tumores del mismo. Ninguno guardamos la carta secreta que haría que Ciudadanos mañana volviera a ilusionar, una vez más, a cuatro millones de españoles. Sin embargo, muchos que en su día fuimos críticos con la falta de valentía política y la ausencia de reformas internas de calado resultamos condenados al ostracismo y acusados de traición. Algunos que en su momento fueron insultados por altos cargos del Partido han acabado por tener mayor capacidad de predicción y más conciencia de la realidad que aquellos que cobran un sueldo público y dedican las veinticuatro horas del día a la supervivencia de la formación.
El proceso abierto de escucha a la militancia en una gira nacional que anunció hace pocos días la presidenta de Ciudadanos, Inés Arrimadas, hace recordar viejos fantasmas de una Convención Política que solo fue un aquelarre de auto aprobación de unos señores y señoras que han demostrado en ya demasiadas ocasiones su incapacidad manifiesta. Estas palabras pueden parecer duras o exageradas, pero son profunda y dolorosamente ciertas, y el tiempo lo ha demostrado.
En el momento más crítico -hasta entonces- del Partido, nos reunimos cientos de afiliados y simpatizantes, jóvenes y mayores, diputados y concejales para, supuestamente, salvar el proyecto liberal de Ciudadanos en España. Para mí, acudir al Paseo de la Habana aquellos 17 y 18 de julio de 2021 en Madrid fue el mayor choque de realidad política de mi vida: Ciudadanos estaba condenado. Y lo estaba no por falta de afiliados dispuestos a trabajar, sino porque quienes tomaban las decisiones, como la presidenta, solo pisaron aquel pabellón para escuchar a Pedro J. y dar un discurso de cierre.
Cuando el capitán y su equipo no están dispuestos a darlo todo para que el barco llegue a buen puerto, el esfuerzo de los marineros es ingrato e infructuoso. Cuando el 18 de julio de 2021 abandoné Ciudadanos, lo hice profundamente apenado pero convencido de que era la mejor decisión posible. Más de once meses después, decenas de diputados y dos gobiernos autonómicos menos, ningún cambio se ha llevado a cabo. Hoy, a mi juicio, ya no hay salvación viable, solo una muerte lo más digna posible.
Morir no implica desaparecer, quizá incluso sea lo necesario para que algún día, más pronto que tarde, resucite la semilla de la esperanza del cambio que Albert Rivera plantó en muchos de nosotros. Ya no hay nada que salvar, no porque los afiliados que quedan no quieran, sino porque quienes tienen el timón entre sus manos están decididos a enviar a Ciudadanos a los libros de Historia.
Alberto García Chaparro