Alfonso L. Galiana – Cien años de «pañuelicos» y toros – 9 de julio de 2022
«Sublime»: adj. Dicho de una persona: Que cultiva algún arte o técnica con grandeza admirable (Real Academia Española). No hay un adjetivo mejor para describir el momento por el que pasa José Antonio Morante de la Puebla, que una vez más y entre la vorágine de tambores, numerosos instrumentos de viento y sustancias etílicas de todo tipo, volvió a sublimar – tr. de engrandecer, exaltar, ensalzar, elevar a un grado superior – el arte del toreo.
Sí, fue el único actuante de entre el caballero rejoneador y los tres matadores que estaban acartelados para conmemorar el centenario de la más que mítica plaza de toros de Pamplona en el más que señalado día de San Fermín que abandonó el coso andando y por el patio de cuadrillas. Sí, fue el torero que menos jolgorio desató entre el embriagado mocerío pamplonés.
Así es él: distinto, diferente al resto, único, especial – como todos los grandes genios que a lo largo de la historia han conseguido elevar a la categoría de supremo aquello a lo que dedican su vida. Tiempo atrás la sublimación era la excepción y el petardo la norma, pero el grado de excelencia alcanzada era tal que una tarde buena valía por diez desastrosas. Hoy los roles se han invertido, y desde hace poco más de un año, el que va a ver a Morante a una plaza de toros tiene una cita con lo sublime – y casi divino – todas las tardes, salvo justificadas excepciones. Y eso, además de sublime, roza la categoría de milagro.
Pero de la misma forma que la miel no se hizo para la boca del asno, el toreo fino, exquisito y elegante del genio de La Puebla no está hecho para la “salvaje” monumental pamplonesa. Y tal es así que los majestuosos ayudados por bajo rodilla en tierra, las suaves y acariciadas verónicas, el toreo a dos manos por alto, los muletazos templados y al ralentí o el amplio recital de toreo puro con el inconfundible aroma “gallista” con el que Morante nos deleitó el pasado 7 de julio ante sus dos toros, pero en especial el segundo de su lote, no casan con la idiosincrasia de un coso único, en una ciudad única y en el marco de unas fiestas únicas en el mundo que durante una semana se deja llevar por las emociones más salvajes del género humano.
Pamplona no posee el gusto de Sevilla ni el respeto del silencio maestrante. Tampoco la exigencia y la búsqueda constante de la excelencia de Madrid. Pero tampoco debe parecerse. Pamplona es Pamplona, un fiel reflejo de su fiesta tan especial. En Pamplona la mayoría de la gente va a la plaza a cantar, bailar, beber y merendar; y luego, a ver toros. Y claro, eso lo convierte en una plaza en lo que lo sublime se pierde entre los litros de sangría con los que las peñas se rocían en los tendidos y la andanada de sol. Y como la famosa melodía de “la chica ye-ye” que cada tarde se entona en esa plaza, Pamplona no se quiso enterar de lo que justo delante de sus narices hizo Morante.
Por eso la labor del genio es si cabe más valiosa, Pamplona no es una plaza para su concepto del toreo. El mismo lo ha dicho en varias ocasiones y son muchos los toreros que se niegan a actuar allí. Pero este año el cigarrero puede con todo lo que le echen, y como su compromiso es tal, no podía fallar en un aniversario tan sonado y hasta estrenó un vestido de los más peculiar en honor a las fiestas de San Fermín.
El que si sabe conectar con el salvajismo y el espíritu bravío de esta ciudad es Roca, que tres años después “sigue siendo el Rey” indiscutible de Pamplona. El único torero que repite su presencia en el ciclo selló una tarde rotunda e indiscutible cortando tres orejas, haciendo enloquecer a la multitud y logrando su sexta puerta grande. Al peruano y a Pamplona les va la marcha, el “rock and roll”, la pasión desenfrenada. Y el toreo tremendista, los arrimones y los fuegos de artificio de Roca Rey es lo que de verdad gusta en Pamplona, tanto es así que la plaza entera coreó su nombre al unísono. Curioso es que los muletazos de mayor importancia y gusto que Roca dibujó sobre el albero pamplonés fueron los que pasaron más desapercibidos en el público, pero que se le va a hacer, así es esta plaza y esta feria.
Entre medias de ambos toreros, entre medias de lo elegante y lo feroz, del vuelo suave de la muleta de Morante y el ciclón de Roca Rey, pasó Julián López “el Juli”. Y este, sin destacar demasiado, con el peor lote de la tarde y sin hacer nada especial, pero trabajando y entendiendo a los toros supo arrancar justamente una oreja a cada uno y sellar su duodécima puerta grande, números astronómicos de un gran torero que gusta en Pamplona por su poder y capacidad de someter a los toros.
La tarde fue redondeada con el buen espectáculo que ofreció el rejoneador local y máxima figura del toreo a caballo Pablo Hermoso de Mendoza, que dio inicio a la corrida de la mejor manera posible firmando él y sus nobles corceles una rotunda actuación y llevándose las dos orejas. Me encantaría poder hablarles más de la faena, pero no soy experto en la materia y prefiero decir que lo disfruté mucho sin entrar en tecnicismos. Sea como sea, la plaza de Pamplona no pudo tener una mejor forma de festejar la efeméride de su cien aniversario con una de las puertas grandes más multitudinaria que se ha visto en la historia.
Alfonso L. Galiana
» Sea como sea, la plaza de Pamplona no pudo tener una mejor forma de festejar la efeméride de su cien aniversario con una de las puertas grandes más multitudinaria que se ha visto en la historia.»
Alfonso L. Galiana – Cien años de «pañuelicos» y toros – 9 de julio de 2022
Sí, fue el único actuante de entre el caballero rejoneador y los tres matadores que estaban acartelados para conmemorar el centenario de la más que mítica plaza de toros de Pamplona en el más que señalado día de San Fermín que abandonó el coso andando y por el patio de cuadrillas. Sí, fue el torero que menos jolgorio desató entre el embriagado mocerío pamplonés.
Así es él: distinto, diferente al resto, único, especial – como todos los grandes genios que a lo largo de la historia han conseguido elevar a la categoría de supremo aquello a lo que dedican su vida. Tiempo atrás la sublimación era la excepción y el petardo la norma, pero el grado de excelencia alcanzada era tal que una tarde buena valía por diez desastrosas. Hoy los roles se han invertido, y desde hace poco más de un año, el que va a ver a Morante a una plaza de toros tiene una cita con lo sublime – y casi divino – todas las tardes, salvo justificadas excepciones. Y eso, además de sublime, roza la categoría de milagro.
Pero de la misma forma que la miel no se hizo para la boca del asno, el toreo fino, exquisito y elegante del genio de La Puebla no está hecho para la “salvaje” monumental pamplonesa. Y tal es así que los majestuosos ayudados por bajo rodilla en tierra, las suaves y acariciadas verónicas, el toreo a dos manos por alto, los muletazos templados y al ralentí o el amplio recital de toreo puro con el inconfundible aroma “gallista” con el que Morante nos deleitó el pasado 7 de julio ante sus dos toros, pero en especial el segundo de su lote, no casan con la idiosincrasia de un coso único, en una ciudad única y en el marco de unas fiestas únicas en el mundo que durante una semana se deja llevar por las emociones más salvajes del género humano.
Pamplona no posee el gusto de Sevilla ni el respeto del silencio maestrante. Tampoco la exigencia y la búsqueda constante de la excelencia de Madrid. Pero tampoco debe parecerse. Pamplona es Pamplona, un fiel reflejo de su fiesta tan especial. En Pamplona la mayoría de la gente va a la plaza a cantar, bailar, beber y merendar; y luego, a ver toros. Y claro, eso lo convierte en una plaza en lo que lo sublime se pierde entre los litros de sangría con los que las peñas se rocían en los tendidos y la andanada de sol. Y como la famosa melodía de “la chica ye-ye” que cada tarde se entona en esa plaza, Pamplona no se quiso enterar de lo que justo delante de sus narices hizo Morante.
Por eso la labor del genio es si cabe más valiosa, Pamplona no es una plaza para su concepto del toreo. El mismo lo ha dicho en varias ocasiones y son muchos los toreros que se niegan a actuar allí. Pero este año el cigarrero puede con todo lo que le echen, y como su compromiso es tal, no podía fallar en un aniversario tan sonado y hasta estrenó un vestido de los más peculiar en honor a las fiestas de San Fermín.
El que si sabe conectar con el salvajismo y el espíritu bravío de esta ciudad es Roca, que tres años después “sigue siendo el Rey” indiscutible de Pamplona. El único torero que repite su presencia en el ciclo selló una tarde rotunda e indiscutible cortando tres orejas, haciendo enloquecer a la multitud y logrando su sexta puerta grande. Al peruano y a Pamplona les va la marcha, el “rock and roll”, la pasión desenfrenada. Y el toreo tremendista, los arrimones y los fuegos de artificio de Roca Rey es lo que de verdad gusta en Pamplona, tanto es así que la plaza entera coreó su nombre al unísono. Curioso es que los muletazos de mayor importancia y gusto que Roca dibujó sobre el albero pamplonés fueron los que pasaron más desapercibidos en el público, pero que se le va a hacer, así es esta plaza y esta feria.
Entre medias de ambos toreros, entre medias de lo elegante y lo feroz, del vuelo suave de la muleta de Morante y el ciclón de Roca Rey, pasó Julián López “el Juli”. Y este, sin destacar demasiado, con el peor lote de la tarde y sin hacer nada especial, pero trabajando y entendiendo a los toros supo arrancar justamente una oreja a cada uno y sellar su duodécima puerta grande, números astronómicos de un gran torero que gusta en Pamplona por su poder y capacidad de someter a los toros.
La tarde fue redondeada con el buen espectáculo que ofreció el rejoneador local y máxima figura del toreo a caballo Pablo Hermoso de Mendoza, que dio inicio a la corrida de la mejor manera posible firmando él y sus nobles corceles una rotunda actuación y llevándose las dos orejas. Me encantaría poder hablarles más de la faena, pero no soy experto en la materia y prefiero decir que lo disfruté mucho sin entrar en tecnicismos. Sea como sea, la plaza de Pamplona no pudo tener una mejor forma de festejar la efeméride de su cien aniversario con una de las puertas grandes más multitudinaria que se ha visto en la historia.
Alfonso L. Galiana