Ignacio Jiménez Alonso – ¿Sufrir por sufrir? – 20 de octubre de 2022
El pasado viernes 14 de octubre se estrenó el último episodio de la infame serie El señor de los anillos: los anillos de poder (2022).
La califico de infame porque la serie más esperada desde 2019 por los fanáticos de la obra de Tolkien, carece de toda esencia de este brillante autor. Por carecer, carece hasta de sus historias, sus tramas, sus personajes… es decir, todo es inventado en la serie. Y esto es malo porque, técnicamente, la serie es una adaptación de la Segunda Edad de El Silmarillion, no obstante, Los anillos de poder es cualquier cosa excepto una adaptación de la obra del escritor británico. Te pongo un ejemplo, querido lector, para explicar por qué es malo: si quisiéramos hacer una serie sobre Julio Cesar, llamaríamos a un experto historiador que nos diría que tenemos que contar que Cleopatra fue su mujer, plasmar su gran amistad con Brutus y Marco Antonio, narrar sus hazañas en las Galias, referir a su heredero Augusto y relatar con pelos y señales su enemistad política con Pompeyo Magno. Tras oírle atentamente, le contestaríamos “perfecto, gracias por tu ayuda, pero, como lo que vamos a hacer es una ‘adaptación’, comprenderás que podemos tomarnos algunas licencias”, y, parapetándonos en esta excusa vil y rastrera, empezaríamos a inventarnos un montón de cosas. Cleopatra no existe, en vez de ella inventamos a una mujer totalmente diferente llamada Flavia; en realidad es amigo de Leonardo da Vinci, que no coincidieron en el tiempo, pero como Leonardo era italiano… como si hubiesen nacido en el mismo año; no fue a las Galias, luchó contra el rey Arturo, ¿el famoso rey bretón del siglo VI? Sí, ese; a Pompeyo lo matamos y creamos de la nada un mindundi llamado Aurelio; su hijo Augusto en realidad se llama Pepito Pérez; metemos en la serie a un grupo de chinos, a los que el Imperio romano no llegó a conocer hasta mucho después de la muerte de Julio Cesar; pero para que ningún purista se ponga a llorar, dejamos como personaje canónico a Brutus ¿Qué crees, querido lector, que pensaría el historiador? Como mínimo, que esa serie es un sacrilegio, una ofensa a la memoria y a la historia… lo mismo que pienso yo (y como yo, la inmensa mayoría del ‘fandom’) de estos ocho episodios: un insulto a la mitología de la Tierra Media, un perjurio hacia la obra de Tolkien. Llámala como quieras, pero no la llames adaptación.
Pero desde el cuarto episodio comprendí finalmente por qué se habían molestado los productores en llamar a la serie El señor de los anillos: haciendo esto, estrenaban una serie nueva orientada a un nicho de mercado súper amplio (los fans de la mitología tolkieniana) que podían explotar económicamente con facilidad, convirtiendo así el arte en un producto, y eso es lo que más duele. Mancillar una de las mayores obras de arte literario hasta tal punto que lo único canónico, adaptado, son algunos nombres de los personajes (ni siquiera su historia, hazañas o personalidad, solo el nombre), es signo de haber hecho las cosas muy mal, o de haber mentido descaradamente para llevarse al bolsillo unos cuantos billetes. No sé cuál de las dos opciones es peor, pero intuyo que, de lo desastrosa que es la serie, es una mezcla de ambas.
Sin embargo, aquí no acaba la cosa. La serie no es mala solo por ser una pésima adaptación, o por deshonrar el espíritu de Tolkien por motivos económicos. La historia que se nos cuenta en los ocho episodios se divide en cuatro subtramas: la de los pelosos con el Extraño, la de los hombres de las Tierras del Sur, la de los hombres de Númenor y la de los elfos y enanos. Todas ellas, exceptuando la última, son exageradamente aburridas, sin una pizca de la emoción y la épica propias de la historia de la Tierra Media. El guion está tan mal estructurado y escrito que entre ellas no hay ninguna relación, y cuando se intenta que dos confluyan, aparecen discontinuidades temporales y espaciales. Aun así, parte de la culpa de la esterilidad emocional de las tramas la tienen los personajes y sus correspondientes desarrollos dramáticos. Dejando aparte a Elrond, un elfo diplomático, de elegante compostura, con cuyos movimientos y expresiones faciales nos sabe transmitir la profundidad de la trama, y puede, de este modo, llegar a interesarnos emocional e intelectualmente, todos son personajes muy mal hechos: mucha sobreactuación y demasiadas lágrimas de cocodrilo para intentar conseguir algo que ni llegan a rozar con la yema de los dedos, conectar con el espectador. Además, sus historias son tediosas y anodinas. El ejemplo que mejor representa esto es Galadriel, probablemente el personaje más execrable de la historia del cine, una elfa engreída, una niñata mimada y vengativa, interpretada por una Morfydd Clark que deja mucho que desear. Y cuando crees que la serie ha tocado fondo, te das cuenta de que la música y la banda sonora han pasado desapercibidas. Es decir, que no has escuchado ni una sola nota que te transporte a la maravillosa Tierra Media. La épica, la solemnidad, la belleza y la genialidad con las que Howard Shore nos encandiló en las adaptaciones cinematográficas de El Señor de los Anillos (2001), no aparecen ni en la ‘intro’, que es para lo que le han contratado. ¡Qué penoso! Por otro lado, se salva que visualmente es espectacular. Los planos generales de los paisajes te dejan boquiabierto. Pero, coincidirás conmigo, querido lector, en que es muy triste decir que lo mejor de una serie es solo su apartado visual.
Cuando esto mismo que escribo, querido lector, se lo expuse y desarrollé a mi hermano pequeño, me preguntó, tras escuchar de manera perpleja, lo siguiente: “si es tan mala como dices, ¿por qué la estás viendo? ¿No crees que es sufrir por sufrir?” A lo que rápidamente respondí: “sufro, sí, pero con un claro fin: formarme una opinión objetiva sobre la serie y, de este modo, poder defender con rigor y razón lo que he sentenciado sobre ésta”. Imagínate, querido lector, que yo hubiese empezado a lanzar juicios categóricos sobre una serie que no he visto; mi opinión habría quedado invalidada. Es deber nuestro, o incluso obligación grave, querido lector, buscar y encontrar la verdad objetiva a través de la indagación profunda, y su posterior reflexión, sobre todos los puntos de vista, también aquellos que no compartimos. No podemos dejar que ciertas acciones (hablar de lo que uno no sabe, defender una opinión que no se ha estudiado a fondo, hacer pasar por verdad un único enfoque dialéctico sin conocer con totalidad los demás…) se conviertan en caldo de cultivo del relativismo imperante en nuestros días, tan dañino y perjudicial, basado en el sofisma de ‘todos tienen razón’, o ‘esa es tu verdad, mi verdad es diferente’. La verdad es única, no relativa, y, tristemente, no todos la poseen debido a que no todos ahondan en aquello que desconocen por comodidad, pereza o soberbia.
Por tanto, esa es nuestra lucha de cada día, porque es mucho más fácil andar cómodamente por el camino de la opinión subjetiva, ignorantes a los demás caminos e, incluso, ignorantes al final o al destino del que estamos siguiendo, que adentrarse por los tortuosos senderos del estudio y la formación, también aquellos que nos desagraden o los que creamos a priori que se equivocan. Por eso he querido escribir este artículo, querido lector, para que no pierdas el tiempo de tu lucha cotidiana en ver una serie que no aporta nada más que bonitos paisajes hechos con CGI (y así, de paso, tú no sufres lo que he tenido que sufrir yo).
«POR ESO HE QUERIDO ESCRIBIR ESTE ARTÍCULO, QUERIDO LECTOR, PARA QUE NO PIERDAS EL TIEMPO DE TU LUCHA COTIDIANA EN VER UNA SERIE QUE NO APORTA NADA MÁS QUE BONITOS PAISAJES HECHOS CON CGI»
Ignacio Jiménez Alonso – ¿Sufrir por sufrir? – 20 de octubre de 2022
El pasado viernes 14 de octubre se estrenó el último episodio de la infame serie El señor de los anillos: los anillos de poder (2022).
La califico de infame porque la serie más esperada desde 2019 por los fanáticos de la obra de Tolkien, carece de toda esencia de este brillante autor. Por carecer, carece hasta de sus historias, sus tramas, sus personajes… es decir, todo es inventado en la serie. Y esto es malo porque, técnicamente, la serie es una adaptación de la Segunda Edad de El Silmarillion, no obstante, Los anillos de poder es cualquier cosa excepto una adaptación de la obra del escritor británico. Te pongo un ejemplo, querido lector, para explicar por qué es malo: si quisiéramos hacer una serie sobre Julio Cesar, llamaríamos a un experto historiador que nos diría que tenemos que contar que Cleopatra fue su mujer, plasmar su gran amistad con Brutus y Marco Antonio, narrar sus hazañas en las Galias, referir a su heredero Augusto y relatar con pelos y señales su enemistad política con Pompeyo Magno. Tras oírle atentamente, le contestaríamos “perfecto, gracias por tu ayuda, pero, como lo que vamos a hacer es una ‘adaptación’, comprenderás que podemos tomarnos algunas licencias”, y, parapetándonos en esta excusa vil y rastrera, empezaríamos a inventarnos un montón de cosas. Cleopatra no existe, en vez de ella inventamos a una mujer totalmente diferente llamada Flavia; en realidad es amigo de Leonardo da Vinci, que no coincidieron en el tiempo, pero como Leonardo era italiano… como si hubiesen nacido en el mismo año; no fue a las Galias, luchó contra el rey Arturo, ¿el famoso rey bretón del siglo VI? Sí, ese; a Pompeyo lo matamos y creamos de la nada un mindundi llamado Aurelio; su hijo Augusto en realidad se llama Pepito Pérez; metemos en la serie a un grupo de chinos, a los que el Imperio romano no llegó a conocer hasta mucho después de la muerte de Julio Cesar; pero para que ningún purista se ponga a llorar, dejamos como personaje canónico a Brutus ¿Qué crees, querido lector, que pensaría el historiador? Como mínimo, que esa serie es un sacrilegio, una ofensa a la memoria y a la historia… lo mismo que pienso yo (y como yo, la inmensa mayoría del ‘fandom’) de estos ocho episodios: un insulto a la mitología de la Tierra Media, un perjurio hacia la obra de Tolkien. Llámala como quieras, pero no la llames adaptación.
Pero desde el cuarto episodio comprendí finalmente por qué se habían molestado los productores en llamar a la serie El señor de los anillos: haciendo esto, estrenaban una serie nueva orientada a un nicho de mercado súper amplio (los fans de la mitología tolkieniana) que podían explotar económicamente con facilidad, convirtiendo así el arte en un producto, y eso es lo que más duele. Mancillar una de las mayores obras de arte literario hasta tal punto que lo único canónico, adaptado, son algunos nombres de los personajes (ni siquiera su historia, hazañas o personalidad, solo el nombre), es signo de haber hecho las cosas muy mal, o de haber mentido descaradamente para llevarse al bolsillo unos cuantos billetes. No sé cuál de las dos opciones es peor, pero intuyo que, de lo desastrosa que es la serie, es una mezcla de ambas.
Sin embargo, aquí no acaba la cosa. La serie no es mala solo por ser una pésima adaptación, o por deshonrar el espíritu de Tolkien por motivos económicos. La historia que se nos cuenta en los ocho episodios se divide en cuatro subtramas: la de los pelosos con el Extraño, la de los hombres de las Tierras del Sur, la de los hombres de Númenor y la de los elfos y enanos. Todas ellas, exceptuando la última, son exageradamente aburridas, sin una pizca de la emoción y la épica propias de la historia de la Tierra Media. El guion está tan mal estructurado y escrito que entre ellas no hay ninguna relación, y cuando se intenta que dos confluyan, aparecen discontinuidades temporales y espaciales. Aun así, parte de la culpa de la esterilidad emocional de las tramas la tienen los personajes y sus correspondientes desarrollos dramáticos. Dejando aparte a Elrond, un elfo diplomático, de elegante compostura, con cuyos movimientos y expresiones faciales nos sabe transmitir la profundidad de la trama, y puede, de este modo, llegar a interesarnos emocional e intelectualmente, todos son personajes muy mal hechos: mucha sobreactuación y demasiadas lágrimas de cocodrilo para intentar conseguir algo que ni llegan a rozar con la yema de los dedos, conectar con el espectador. Además, sus historias son tediosas y anodinas. El ejemplo que mejor representa esto es Galadriel, probablemente el personaje más execrable de la historia del cine, una elfa engreída, una niñata mimada y vengativa, interpretada por una Morfydd Clark que deja mucho que desear. Y cuando crees que la serie ha tocado fondo, te das cuenta de que la música y la banda sonora han pasado desapercibidas. Es decir, que no has escuchado ni una sola nota que te transporte a la maravillosa Tierra Media. La épica, la solemnidad, la belleza y la genialidad con las que Howard Shore nos encandiló en las adaptaciones cinematográficas de El Señor de los Anillos (2001), no aparecen ni en la ‘intro’, que es para lo que le han contratado. ¡Qué penoso! Por otro lado, se salva que visualmente es espectacular. Los planos generales de los paisajes te dejan boquiabierto. Pero, coincidirás conmigo, querido lector, en que es muy triste decir que lo mejor de una serie es solo su apartado visual.
Cuando esto mismo que escribo, querido lector, se lo expuse y desarrollé a mi hermano pequeño, me preguntó, tras escuchar de manera perpleja, lo siguiente: “si es tan mala como dices, ¿por qué la estás viendo? ¿No crees que es sufrir por sufrir?” A lo que rápidamente respondí: “sufro, sí, pero con un claro fin: formarme una opinión objetiva sobre la serie y, de este modo, poder defender con rigor y razón lo que he sentenciado sobre ésta”. Imagínate, querido lector, que yo hubiese empezado a lanzar juicios categóricos sobre una serie que no he visto; mi opinión habría quedado invalidada. Es deber nuestro, o incluso obligación grave, querido lector, buscar y encontrar la verdad objetiva a través de la indagación profunda, y su posterior reflexión, sobre todos los puntos de vista, también aquellos que no compartimos. No podemos dejar que ciertas acciones (hablar de lo que uno no sabe, defender una opinión que no se ha estudiado a fondo, hacer pasar por verdad un único enfoque dialéctico sin conocer con totalidad los demás…) se conviertan en caldo de cultivo del relativismo imperante en nuestros días, tan dañino y perjudicial, basado en el sofisma de ‘todos tienen razón’, o ‘esa es tu verdad, mi verdad es diferente’. La verdad es única, no relativa, y, tristemente, no todos la poseen debido a que no todos ahondan en aquello que desconocen por comodidad, pereza o soberbia.
Por tanto, esa es nuestra lucha de cada día, porque es mucho más fácil andar cómodamente por el camino de la opinión subjetiva, ignorantes a los demás caminos e, incluso, ignorantes al final o al destino del que estamos siguiendo, que adentrarse por los tortuosos senderos del estudio y la formación, también aquellos que nos desagraden o los que creamos a priori que se equivocan. Por eso he querido escribir este artículo, querido lector, para que no pierdas el tiempo de tu lucha cotidiana en ver una serie que no aporta nada más que bonitos paisajes hechos con CGI (y así, de paso, tú no sufres lo que he tenido que sufrir yo).
«POR ESO HE QUERIDO ESCRIBIR ESTE ARTÍCULO, QUERIDO LECTOR, PARA QUE NO PIERDAS EL TIEMPO DE TU LUCHA COTIDIANA EN VER UNA SERIE QUE NO APORTA NADA MÁS QUE BONITOS PAISAJES HECHOS CON CGI»