Ignacio Jiménez Alonso – Mi madre – 10 de noviembre de 2022
Mi madre, santa mujer allá donde las haya, es una empedernida trabajadora. Trabaja muy duro y hace su trabajo con mucho amor para, unificando esfuerzos con mi padre, también un santo varón, sacar adelante una familia. El único inconveniente de su ejemplar actitud es que su jornada laboral de lunes a viernes es realmente intensa y llega siempre al fin de semana muy agotada y con ganas de descansar.
Su método de descanso siempre es el mismo: después de comer se acomoda en su sitio del sillón (así es, tiene su sitio y nadie, excepto ella, puede sentarse, recostarse o tumbarse en él, un paradigma tan verídico como cómico) que está enfrente de la televisión, coge su manta (sí, querido lector, también tiene su manta) y pone la típica película de sobremesa de ‘serie B’ que se programa entre los anuncios de Antena 3, los cuales en conjunto duran más que la propia película. Da igual cuál sea la trama de ésta, cuál sea el país de origen o cómo se titule en inglés, en todas las películas de este estilo durante la escena en la que aparece el título se escucha una voz en off gritando: ¡Seducción fatal! Y mi madre alucina con lo que ve, a pesar de que casi siempre pasan las mismas cosas. A la hija la secuestran, y mi madre alucina; la madre se vuelve loca, y mi madre alucina; el perro paralítico se cura para poder buscar a la hija, y mi madre alucina; el padre, con una secuencia de entrenamiento de tres minutos, se convierte en el más rudo de los Seals, y mi madre alucina. Todo esto está comprendido en un largometraje malísimo, insulso y vacío, de esos en los que a mitad de película te preguntas qué estás haciendo con tu vida y por qué estás perdiendo el tiempo de esta manera tan triste, pero que sigues viendo por puro morbo. Eso sí, cuando le hago ver conmigo una buena película al estilo La llegada (2016) de Denis Villeneuve o La soga (1948) de Hitchcock, se duerme, y el que alucina soy yo.
En numerosas ocasiones la he instigado a ver algo con lo que disfrute verdaderamente, que le haga pensar y reflexionar, que busque el bien, la verdad o la belleza en el cine y no se contente con la película de turno tipo Seducción fatal (debería ser el nombre de un género), la cual invita a dejar el cerebro a un lado porque es todo entretenimiento y nada de arte, la materialización de la famosa frase de Julio César “para mantener al pueblo bajo control, pan y circo”. Ella siempre me responde que es así como descansa: desconectando. Y es aquí donde se abre el debate, porque descansar no es sinónimo de desconectar. Descansar es cesar aquello que mantiene mayoritariamente ocupado a nuestro cerebro, en este caso trabajar, para que, realizando una actividad cerebral totalmente diferente, éste recobre fuerzas y pueda seguir llevando a cabo la ocupación pertinente. Para “refrigerar” el cerebro podemos leer un libro, contemplar una pieza de arte, mantener una conversación con un amigo, hacer un poco de deporte o ver una buena película, pero no es necesario desconectar. Es más, desconectar es hasta pernicioso por dos motivos. El primero lo dilucidamos si reflexionamos fríamente sobre el significado implícito del término: cuando desconectamos lo que estamos haciendo es desenchufar nuestro cerebro, y con él nuestra razón, de la realidad en la que vivimos, de lo que nos rodea, de lo que somos. Haciendo esto nos convertimos a propósito (que esto es lo que más miedo me infunde, ya que lo elegimos libremente) en animales aborregados, puesto que el hombre es un animal racional, y sin razón es solo animal. El segundo está relacionado con el tiempo, el cual, como bien dejó escrito Benjamin Franklin, “es el bien del que está hecha la vida”. Es decir, el tiempo es un regalo que no podemos malgastar desconectándonos o evadiéndonos de la vida, hay que saber aprovechar cada segundo y hay que esforzarse por que cada acción que realicemos, por pequeña que sea, tenga fruto para nosotros. Por ejemplo, cuando invertimos dos horas de nuestro tiempo en ver una buena película, a pesar de que tengamos que esmerarnos en prestar atención a todos los detalles que aparecen, o tengamos que pelearnos para entender la profundidad de la reflexión, lo que estamos haciendo es aprender, concebir mejor lo que es el bien, la verdad y la belleza, en definitiva, avanzar poco a poco hacia el fin último al que estamos llamados: la felicidad. Qué triste es la vida de aquellos que echan la vista atrás y se arrepienten de no haber aprovechado mejor su tiempo cuando tuvieron la ocasión de hacerlo, de no haber visto una película en el momento oportuno para cambiar, aunque sea mínimamente, su vida para bien.
Por supuesto, querido lector, para gustos, colores; las personas aprovechamos el tiempo de formas muy diferentes, así que, si disfrutas con el cine tipo Seducción fatal de tal forma que saques provecho y te ayude a desarrollarte como persona, sigue haciéndolo, pero lo importante es no dejar transcurrir el tiempo estérilmente. No quiero que lo escrito más arriba se malinterprete como un despiadado ataque a los gustos subjetivos y personales de cada uno; he querido escribir una crítica constructiva sobre el rumbo que inocentemente podemos llegar a tomar respecto al cine, plasmando una reflexión alimentada por el hecho objetivo de que nuestro tiempo es tan valioso como limitado.
Ahora, siendo plenamente conscientes de nuestro mayor regalo, tenemos que aprender a ser consecuentes con nuestros actos (de esto trata nuestro desarrollo madurativo y humano), ya que no toda inversión de tiempo en una u otra acción nos reporta beneficios. Cosa que, parecerá mentira, me la enseñó mi madre.
«QUÉ TRISTE ES LA VIDA DE AQUELLOS QUE ECHAN LA VISTA ATRÁS Y SE ARREPIENTEN DE NO HABER APROVECHADO MEJOR SU TIEMPO CUANDO TUVIERON OCASIÓN DE HACERLO, DE NO HABER VISTO UNA PELÍCULA EN EL MOMENTO OPORTUNO PARA CAMBIAR, AUNQUE SEA MÍNIMAMENTE, SU VIDA PARA BIEN»
Ignacio Jiménez Alonso – Mi madre – 10 de noviembre de 2022
Mi madre, santa mujer allá donde las haya, es una empedernida trabajadora. Trabaja muy duro y hace su trabajo con mucho amor para, unificando esfuerzos con mi padre, también un santo varón, sacar adelante una familia. El único inconveniente de su ejemplar actitud es que su jornada laboral de lunes a viernes es realmente intensa y llega siempre al fin de semana muy agotada y con ganas de descansar.
Su método de descanso siempre es el mismo: después de comer se acomoda en su sitio del sillón (así es, tiene su sitio y nadie, excepto ella, puede sentarse, recostarse o tumbarse en él, un paradigma tan verídico como cómico) que está enfrente de la televisión, coge su manta (sí, querido lector, también tiene su manta) y pone la típica película de sobremesa de ‘serie B’ que se programa entre los anuncios de Antena 3, los cuales en conjunto duran más que la propia película. Da igual cuál sea la trama de ésta, cuál sea el país de origen o cómo se titule en inglés, en todas las películas de este estilo durante la escena en la que aparece el título se escucha una voz en off gritando: ¡Seducción fatal! Y mi madre alucina con lo que ve, a pesar de que casi siempre pasan las mismas cosas. A la hija la secuestran, y mi madre alucina; la madre se vuelve loca, y mi madre alucina; el perro paralítico se cura para poder buscar a la hija, y mi madre alucina; el padre, con una secuencia de entrenamiento de tres minutos, se convierte en el más rudo de los Seals, y mi madre alucina. Todo esto está comprendido en un largometraje malísimo, insulso y vacío, de esos en los que a mitad de película te preguntas qué estás haciendo con tu vida y por qué estás perdiendo el tiempo de esta manera tan triste, pero que sigues viendo por puro morbo. Eso sí, cuando le hago ver conmigo una buena película al estilo La llegada (2016) de Denis Villeneuve o La soga (1948) de Hitchcock, se duerme, y el que alucina soy yo.
En numerosas ocasiones la he instigado a ver algo con lo que disfrute verdaderamente, que le haga pensar y reflexionar, que busque el bien, la verdad o la belleza en el cine y no se contente con la película de turno tipo Seducción fatal (debería ser el nombre de un género), la cual invita a dejar el cerebro a un lado porque es todo entretenimiento y nada de arte, la materialización de la famosa frase de Julio César “para mantener al pueblo bajo control, pan y circo”. Ella siempre me responde que es así como descansa: desconectando. Y es aquí donde se abre el debate, porque descansar no es sinónimo de desconectar. Descansar es cesar aquello que mantiene mayoritariamente ocupado a nuestro cerebro, en este caso trabajar, para que, realizando una actividad cerebral totalmente diferente, éste recobre fuerzas y pueda seguir llevando a cabo la ocupación pertinente. Para “refrigerar” el cerebro podemos leer un libro, contemplar una pieza de arte, mantener una conversación con un amigo, hacer un poco de deporte o ver una buena película, pero no es necesario desconectar. Es más, desconectar es hasta pernicioso por dos motivos. El primero lo dilucidamos si reflexionamos fríamente sobre el significado implícito del término: cuando desconectamos lo que estamos haciendo es desenchufar nuestro cerebro, y con él nuestra razón, de la realidad en la que vivimos, de lo que nos rodea, de lo que somos. Haciendo esto nos convertimos a propósito (que esto es lo que más miedo me infunde, ya que lo elegimos libremente) en animales aborregados, puesto que el hombre es un animal racional, y sin razón es solo animal. El segundo está relacionado con el tiempo, el cual, como bien dejó escrito Benjamin Franklin, “es el bien del que está hecha la vida”. Es decir, el tiempo es un regalo que no podemos malgastar desconectándonos o evadiéndonos de la vida, hay que saber aprovechar cada segundo y hay que esforzarse por que cada acción que realicemos, por pequeña que sea, tenga fruto para nosotros. Por ejemplo, cuando invertimos dos horas de nuestro tiempo en ver una buena película, a pesar de que tengamos que esmerarnos en prestar atención a todos los detalles que aparecen, o tengamos que pelearnos para entender la profundidad de la reflexión, lo que estamos haciendo es aprender, concebir mejor lo que es el bien, la verdad y la belleza, en definitiva, avanzar poco a poco hacia el fin último al que estamos llamados: la felicidad. Qué triste es la vida de aquellos que echan la vista atrás y se arrepienten de no haber aprovechado mejor su tiempo cuando tuvieron la ocasión de hacerlo, de no haber visto una película en el momento oportuno para cambiar, aunque sea mínimamente, su vida para bien.
Por supuesto, querido lector, para gustos, colores; las personas aprovechamos el tiempo de formas muy diferentes, así que, si disfrutas con el cine tipo Seducción fatal de tal forma que saques provecho y te ayude a desarrollarte como persona, sigue haciéndolo, pero lo importante es no dejar transcurrir el tiempo estérilmente. No quiero que lo escrito más arriba se malinterprete como un despiadado ataque a los gustos subjetivos y personales de cada uno; he querido escribir una crítica constructiva sobre el rumbo que inocentemente podemos llegar a tomar respecto al cine, plasmando una reflexión alimentada por el hecho objetivo de que nuestro tiempo es tan valioso como limitado.
Ahora, siendo plenamente conscientes de nuestro mayor regalo, tenemos que aprender a ser consecuentes con nuestros actos (de esto trata nuestro desarrollo madurativo y humano), ya que no toda inversión de tiempo en una u otra acción nos reporta beneficios. Cosa que, parecerá mentira, me la enseñó mi madre.
«QUÉ TRISTE ES LA VIDA DE AQUELLOS QUE ECHAN LA VISTA ATRÁS Y SE ARREPIENTEN DE NO HABER APROVECHADO MEJOR SU TIEMPO CUANDO TUVIERON OCASIÓN DE HACERLO, DE NO HABER VISTO UNA PELÍCULA EN EL MOMENTO OPORTUNO PARA CAMBIAR, AUNQUE SEA MÍNIMAMENTE, SU VIDA PARA BIEN»