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    De patria al amor

    Diéguez Alvarez Rojas – De patria al amor – 1 de diciembre de 2022

    El garrote vil, empero del conocimiento popular, de oídas y vulgar, suele dar muerte por estrangulamiento. Esto es más por culpa del verdugo que de la máquina. Últimamente, el oficio anda desatendido y la destreza, la fuerza y el coraje necesarios para arrebatarle la vida a otro hombre escasean. Un joven falangista, que yo vi, de cuello y hombros anchos, llegó a resistirse durante poco más de veinte minutos en Brunete. Bien es cierto que la mayoría, de constitución más enclenque y mediocre, naturalmente, no vive tiempo suficiente para sufrir este martirio, dejando el mundo de los vivos y buscando la gracia de Dios y la salvación del alma propia en menos que se canta un amén.

    En comparación, el garrote se me parece un ajusticiamiento digno de oficialidad. La guillotina constituye una forma macabra, francesa puta y pérfida, de acabar con la vida de uno. El muerto merece el respeto, al menos, de ser enterrado de una pieza. Encuentro la horca desprovista de todo honor y la reservo para la inquina de otros hacia los otros. Lo que está claro es que mientras exista la pena, existirán los ejecutores de ella. En el día de mañana me dan garrote. Probablemente, prensa. Espero que mi garganta le encaje adecuadamente en la silla y clavijas al funcionario de turno y causar las menores tribulaciones posibles en su mente hastiada de faena.

    En sus últimos instantes, uno no sabe en qué pensar o qué hacer. Me han ofrecido vino y una cena que elija. Sin embargo, conozco que de la sobriedad del cuerpo nacen las más elocuentes y honestas conversaciones en el negro sobre blanco.

    Recuerdo hoy, con la nitidez estas palabras, a mi hijo, mi corazón, el día en que nació, el día que mi María, luz de día, lo trajo al mundo y que con dulzura excepcional abrazó en paz perpetua sobre su hombro cansado. Jamás fui hombre de particular devoción. Mi María, luz de día, rezaba siempre por mí, y que mi alma moriría en pecado y que por Dios fuese a visitar al párroco, y que era un buen hombre, como yo, amable y atento, y que qué dirían el alcalde y los mangas verdes. Ay, María, que para cuando quieran cogerme, ya estaré yo en la Argentina haciendo negocio, bromeaba. Y ella rabiaba y me quería.

    En hora de misa, llevaba de excursión a mi joven vástago por las cascadas y los ríos, por las cuestas y los jarales, por el sol y sombra que delinean a placer las caprichosas formas y seres del ambiente soberbio de una mañana cualquiera. Aunque, a decir verdad, era mi pequeño, mi corazón, quien guiaba mi ser por todos aquellos vericuetos que, de su mano, resultaban nacientes de nuevo ante mis ojos abúlicos y acostumbrados al tedio de la rutina. Y y en cada hormiguero, observaba un castillo; en cada manantial, el cálido barniz cenital; en cada hoja caída, una alfombra en la que mis piernas ayunaban de movimiento después de indagar con la más absoluta promiscuidad libertaria. En todo niño se acurruca la esencia inocente y humana que nos hace ser lo que somos. La última transformación del espíritu, dice Nietzsche. Ver a través de los ojos del niño consiste en advertir las cosas y los hombres en sí mismos. Es por esto por lo que yo buscaba continuamente la compañía de mi hijo. Al encontrarme con él, habría de encontrarme conmigo, con una forma de mí que hasta entonces creía extinta en los lazos infinitos de la convención social. En los campos azules vivíamos felices el divino milagro del mediodía.

    Como mi Diego, tuve yo el cabello liso de oro, de niño y suave. La piel tersa, risa fugaz y cristalina, pies de aventura y granito, ternura constante al tacto. El planeta ponderaba mi cuerpo como un bien supremo y yo acataba el orden caótico, justicia universal, engullendo las formas de los más dulces frutos a través de mis dedos rollizos, infantes, miopes y desaprendidos. No tardaría en ondularse mi liso y oscurecerse mi rubio. El síntoma común de los hombres que jamás llegaremos a nada. Y no existe prescripción o fármaco más allá de la resignación.

    Con los años, dejamos de ser puros y blancos. Comenzamos a volvernos aristocráticos, indolentes, uniformes, marrón y sopa tibia. De la pérdida del niño acontece el nacimiento del hombre, o sea un coñazo. Y como el hombre no puede creer en sí mismo, precisamente por la orfandad de ser que deja la muerte del niño, necesita creer en lo externo, en lo impuesto y pretencioso que ofrece un mundo de mirada aviesa y conciencia intranquila. Por ardor, decidí creer en la facción, en la fracción de la diferencia del conjunto nacional con respecto a los malvados, y por orgullo continué empuñando el rifle en la sierra después de la contienda. ¿Frío? Pa’ los que defendieron el Puerto del Pico.

    Yazco en prisión y la duda corroe mis huesos dandis e irónicos, chaqué de noche y día en la caja. El cabecero me interroga ¿Es hoy noche de Libertad? ¿Dará el silencio de mi voz coraje a los indecisos? ¿Provocará mi fustigado cuerpo el ardor de los impertérritos? ¿Serán mis manos inertes, ajenas ya al mandoble, las que frenen el traspiés en la batalla? ¿Podrá el piafar de mis entrañas moribundas encoger la desdicha de un país entero? Ahora que nadie responde a las angustias que vierto de hombre dormido con universalidad intangible, doy cuenta de mi singular desamparo en el que, luchando por todos, he de morir solo.

    No obstante, por amor grande reniego de enfrentar la muerte con cobardía. Todo buen amor rehúye la cobardía, pues resulta de un querer parcial, o de un mal querer. Y si en hombre fui soldado de la patria, mi amor se aposenta hoy en el niño, en mi corazón, Don Diego de noche, pasado y presente al porvenir, y en mi María, luz de día, pues de ellos nada conozco desde tiempo ha y mi deseo es su abrazo y cariño.

    «Séame la tierra leve»

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