Muchos ciudadanos muestran su disconformidad con algunas de las prerrogativas de las que disfrutan nuestros representantes en las Cortes Generales
Como todos nuestros lectores sabrán, el próximo martes, 6 de diciembre, celebramos el 44º aniversario de nuestra Constitución, un texto que tiene el gran honor de haber introducido, por primera vez en nuestro país, un sistema político plenamente democrático. Con motivo de esta efeméride, como es ya costumbre todos los años por estas fechas, las Cortes Generales abren sus puertas a los ciudadanos, para que todos los españoles puedan comprobar de primera mano el funcionamiento de los órganos depositarios de la soberanía de nuestro pueblo.
Con motivo de estas visitas, suele ser un tópico entre los españoles quejarse de las excesivas prerrogativas con las que cuentan en nuestro país diputados y senadores. Estos reproches suelen oscilar desde el carácter demasiado abultado de sus salarios y dietas, hasta la aparentemente escasa exigencia de su labor parlamentaria, así como el conocido tópico del módico coste de los gin tonics del bar del Congreso. No obstante, de entre todas estas críticas, sobresalen las quejas acerca de las prerrogativas de los diputados y senadores: unos privilegios que, a juicio de muchos ciudadanos, resultan intolerables en una sociedad que propugna como uno de sus valores fundamentales la igualdad de todos los españoles. Por ese motivo, en este artículo, me he propuesto hacer un breve esbozo de cuáles son estos “privilegios” con los que cuentan nuestros representantes, para poder valorar, con conocimiento de causa, si resultan o no excesivos.
Estos privilegios se encuentran consagrados en nuestra Constitución, en su artículo 71. Concretamente, son tres: la inviolabilidad, la inmunidad y el aforamiento. Normalmente, a pie de calle, suelen confundirse, e incluso mezclarse, por lo que iremos explicándolos uno a uno, con ejemplos, para entender las diferencias entre ellos.
La primera de estas prerrogativas es la llamada “inviolabilidad”. ¿En qué consiste? Pues es una prerrogativa que protege, fundamentalmente, la libertad de expresión de los diputados y senadores. Como sabemos, los diputados y senadores son representantes de los ciudadanos en las Cortes Generales. Unos representantes que ostentan un mandato de carácter político, en el que, que puedan manifestar libremente sus opiniones constituye su verdadera razón de ser. En este sentido, el papel de los diputados y senadores podría verse desvirtuado si vieran coartada su libertad de expresión. Por ese motivo, cuando los padres de la Constitución elaboraron nuestra Carta Magna, se preocuparon de conceder a estos representantes de los ciudadanos una máxima libertad de expresión, para que estos, digamos que, “no se corten” por miedo a posibles consecuencias legales, a la hora de expresar sus opiniones.
De esta forma, a nivel jurídico, la inviolabilidad se traduce en que los diputados y senadores no pueden ser perseguidos por las opiniones que expresen en ejercicio de sus respectivos cargos. Esto último es importante matizarlo, ya que esta inviolabilidad solamente opera cuando los diputados están ejerciendo como tales.
Un ejemplo práctico de cómo funciona esta inviolabilidad fue el momento en el que, recordemos, la diputada del PP, Cayetana Álvarez de Toledo aseveró que Pablo Iglesias era “el hijo de un terrorista”. Si no hubiera sido diputada en ejercicio de su cargo, tal vez (y recalco el tal vez, pues habría que analizarlo delicadamente), hubiera podido ser perseguida penalmente por atentar contra el honor del padre de Pablo Iglesias. No obstante, por ser una diputada en el ejercicio de sus funciones, esto no ha tenido mayor recorrido legal.
La segunda de estas prerrogativas es la inmunidad. En esta, lo que se protege es la libertad deambulatoria de los parlamentarios, de manera que no se les pueda detener, como medio para evitar que ejerzan sus funciones parlamentarias (entre las que se encuentra, por supuesto, el control al Gobierno). A nivel jurídico, esta inmunidad se traduce en que solamente podrán ser detenidos por la policía “en caso de flagrante delito” (dicho en román paladino, cuando “les hayan pillao con el carrito del helao” cometiendo un delito).
Además, supone también que, para que puedan ir a juicio, el juez tendrá que pedir previamente “permiso” a la Cámara de la que sea miembros (Congreso o Senado), a través de un procedimiento conocido como ”solicitud de suplicatorio”. Aunque seguro que alguno de mis lectores ya se ha escandalizado por esta figura, la idea de este suplicatorio no es que los parlamentarios estén por encima de la ley, y que por ello el juez tenga que pedir permiso para ponerle alguna tacha al señor diputado, por ser este especial. La idea es que la propia Cámara tenga una facultad de defenderse a sí misma y a sus miembros, si considerara que la justicia está persiguiendo a uno de ellos por razones políticas, pudiendo entonces impedir que este sea juzgado y condenado.
Naturalmente, esta inmunidad dura mientras que uno es parlamentario, ya que, cuando uno ha dejado de serlo, vuelve a ser “juzgable”, como cualquier otro ciudadano.
Un ejemplo muy sonado de esto fue el caso de Alberto Rodríguez, recordarán, antiguo diputado de Podemos conocido por sus rastas. En este caso, para poder ser juzgado por un delito de atentado, el Tribunal Supremo tuvo que solicitar al Congreso de los Diputados, del que era entonces miembro, un suplicatorio. Recordemos también que, a pesar de todo el revuelo que se montó, finalmente, el Congreso de los Diputados concedió el suplicatorio, y solo entonces, Alberto Rodríguez pudo ser juzgado y condenado.
La tercera figura de la que vamos a hablar es del aforamiento. Es de las tres, quizás, la figura de la que más se habla, y que más políticos “regeneracionistas” plantean eliminar. Su contenido consiste en que, cuando un miembro de las Cortes Generales se fuera a enfrentar a una causa penal, no la resolvería cualquier tribunal (por ejemplo, el juzgado de instrucción, juzgado de lo penal o audiencia provincial a quien correspondiese), sino que su procedimiento sería instruido y enjuiciado por el Tribunal Supremo.
Nuevamente, esto parece un privilegio injustificado, ya que no aparenta ser justo que alguien, por el mero hecho de ser diputado, se le ponga una “alfombra roja”, y tenga que ser juzgado por un juez de “rango más alto” que el que le tocaría si fuese un ciudadano normal.
La finalidad de esto es, una vez más, dada la trascendencia que tienen los procedimientos penales contra miembros de las Cortes Generales, procurar minimizar en estos procesos los “errores” que pudieran cometerse, y así evitar daños políticos innecesarios.
El ejemplo de esto, nuevamente, sería el caso de Alberto Rodríguez. En circunstancias normales, debería haber sido juzgado, intuitivamente, por el juzgado de instrucción y el juzgado de lo penal que correspondiera. En cambio, por estar aforado, fue juzgado por el Tribunal Supremo.
Es cierto que en nuestro tiempo, muchos de estas prerrogativas pueden parecernos vestigios anticuados de tiempos pasados. No obstante, hemos de recordar que el fundamento de estas prerrogativas no es la condición personal privilegiada de quienes las ostentan, sino la garantía que constituyen, respecto del ejercicio de las funciones representativas del pueblo español que nuestros parlamentarios asumen. Por ello, hay que tener claro que estas no son un fin en sí mismo, sino un medio funcionalmente orientado a construir una democracia más sólida con unas instituciones representativas más fuertes.
Gonzalo Villarías
«hemos de recordar que el fundamento de estas prerrogativas no es la condición personal privilegiada de quienes las ostentan, sino la garantía que constituyen, respecto del ejercicio de las funciones representativas del pueblo español que nuestros parlamentarios asumen».
Muchos ciudadanos muestran su disconformidad con algunas de las prerrogativas de las que disfrutan nuestros representantes en las Cortes Generales
Con motivo de estas visitas, suele ser un tópico entre los españoles quejarse de las excesivas prerrogativas con las que cuentan en nuestro país diputados y senadores. Estos reproches suelen oscilar desde el carácter demasiado abultado de sus salarios y dietas, hasta la aparentemente escasa exigencia de su labor parlamentaria, así como el conocido tópico del módico coste de los gin tonics del bar del Congreso. No obstante, de entre todas estas críticas, sobresalen las quejas acerca de las prerrogativas de los diputados y senadores: unos privilegios que, a juicio de muchos ciudadanos, resultan intolerables en una sociedad que propugna como uno de sus valores fundamentales la igualdad de todos los españoles. Por ese motivo, en este artículo, me he propuesto hacer un breve esbozo de cuáles son estos “privilegios” con los que cuentan nuestros representantes, para poder valorar, con conocimiento de causa, si resultan o no excesivos.
Estos privilegios se encuentran consagrados en nuestra Constitución, en su artículo 71. Concretamente, son tres: la inviolabilidad, la inmunidad y el aforamiento. Normalmente, a pie de calle, suelen confundirse, e incluso mezclarse, por lo que iremos explicándolos uno a uno, con ejemplos, para entender las diferencias entre ellos.
La primera de estas prerrogativas es la llamada “inviolabilidad”. ¿En qué consiste? Pues es una prerrogativa que protege, fundamentalmente, la libertad de expresión de los diputados y senadores. Como sabemos, los diputados y senadores son representantes de los ciudadanos en las Cortes Generales. Unos representantes que ostentan un mandato de carácter político, en el que, que puedan manifestar libremente sus opiniones constituye su verdadera razón de ser. En este sentido, el papel de los diputados y senadores podría verse desvirtuado si vieran coartada su libertad de expresión. Por ese motivo, cuando los padres de la Constitución elaboraron nuestra Carta Magna, se preocuparon de conceder a estos representantes de los ciudadanos una máxima libertad de expresión, para que estos, digamos que, “no se corten” por miedo a posibles consecuencias legales, a la hora de expresar sus opiniones.
De esta forma, a nivel jurídico, la inviolabilidad se traduce en que los diputados y senadores no pueden ser perseguidos por las opiniones que expresen en ejercicio de sus respectivos cargos. Esto último es importante matizarlo, ya que esta inviolabilidad solamente opera cuando los diputados están ejerciendo como tales.
Un ejemplo práctico de cómo funciona esta inviolabilidad fue el momento en el que, recordemos, la diputada del PP, Cayetana Álvarez de Toledo aseveró que Pablo Iglesias era “el hijo de un terrorista”. Si no hubiera sido diputada en ejercicio de su cargo, tal vez (y recalco el tal vez, pues habría que analizarlo delicadamente), hubiera podido ser perseguida penalmente por atentar contra el honor del padre de Pablo Iglesias. No obstante, por ser una diputada en el ejercicio de sus funciones, esto no ha tenido mayor recorrido legal.
La segunda de estas prerrogativas es la inmunidad. En esta, lo que se protege es la libertad deambulatoria de los parlamentarios, de manera que no se les pueda detener, como medio para evitar que ejerzan sus funciones parlamentarias (entre las que se encuentra, por supuesto, el control al Gobierno). A nivel jurídico, esta inmunidad se traduce en que solamente podrán ser detenidos por la policía “en caso de flagrante delito” (dicho en román paladino, cuando “les hayan pillao con el carrito del helao” cometiendo un delito).
Además, supone también que, para que puedan ir a juicio, el juez tendrá que pedir previamente “permiso” a la Cámara de la que sea miembros (Congreso o Senado), a través de un procedimiento conocido como ”solicitud de suplicatorio”. Aunque seguro que alguno de mis lectores ya se ha escandalizado por esta figura, la idea de este suplicatorio no es que los parlamentarios estén por encima de la ley, y que por ello el juez tenga que pedir permiso para ponerle alguna tacha al señor diputado, por ser este especial. La idea es que la propia Cámara tenga una facultad de defenderse a sí misma y a sus miembros, si considerara que la justicia está persiguiendo a uno de ellos por razones políticas, pudiendo entonces impedir que este sea juzgado y condenado.
Naturalmente, esta inmunidad dura mientras que uno es parlamentario, ya que, cuando uno ha dejado de serlo, vuelve a ser “juzgable”, como cualquier otro ciudadano.
Un ejemplo muy sonado de esto fue el caso de Alberto Rodríguez, recordarán, antiguo diputado de Podemos conocido por sus rastas. En este caso, para poder ser juzgado por un delito de atentado, el Tribunal Supremo tuvo que solicitar al Congreso de los Diputados, del que era entonces miembro, un suplicatorio. Recordemos también que, a pesar de todo el revuelo que se montó, finalmente, el Congreso de los Diputados concedió el suplicatorio, y solo entonces, Alberto Rodríguez pudo ser juzgado y condenado.
La tercera figura de la que vamos a hablar es del aforamiento. Es de las tres, quizás, la figura de la que más se habla, y que más políticos “regeneracionistas” plantean eliminar. Su contenido consiste en que, cuando un miembro de las Cortes Generales se fuera a enfrentar a una causa penal, no la resolvería cualquier tribunal (por ejemplo, el juzgado de instrucción, juzgado de lo penal o audiencia provincial a quien correspondiese), sino que su procedimiento sería instruido y enjuiciado por el Tribunal Supremo.
Nuevamente, esto parece un privilegio injustificado, ya que no aparenta ser justo que alguien, por el mero hecho de ser diputado, se le ponga una “alfombra roja”, y tenga que ser juzgado por un juez de “rango más alto” que el que le tocaría si fuese un ciudadano normal.
La finalidad de esto es, una vez más, dada la trascendencia que tienen los procedimientos penales contra miembros de las Cortes Generales, procurar minimizar en estos procesos los “errores” que pudieran cometerse, y así evitar daños políticos innecesarios.
El ejemplo de esto, nuevamente, sería el caso de Alberto Rodríguez. En circunstancias normales, debería haber sido juzgado, intuitivamente, por el juzgado de instrucción y el juzgado de lo penal que correspondiera. En cambio, por estar aforado, fue juzgado por el Tribunal Supremo.
Es cierto que en nuestro tiempo, muchos de estas prerrogativas pueden parecernos vestigios anticuados de tiempos pasados. No obstante, hemos de recordar que el fundamento de estas prerrogativas no es la condición personal privilegiada de quienes las ostentan, sino la garantía que constituyen, respecto del ejercicio de las funciones representativas del pueblo español que nuestros parlamentarios asumen. Por ello, hay que tener claro que estas no son un fin en sí mismo, sino un medio funcionalmente orientado a construir una democracia más sólida con unas instituciones representativas más fuertes.
Gonzalo Villarías