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    Un balance del Covid-19

    Reflexiones sobre este sin-sentido

    Carlo Stella – Un balance del Covid-19 – 1 de febrero 2023

    La irrupción del Covid-19 en nuestras vidas ha sido un evento interesante desde el punto de vista sociológico. Nos ha permitido ver hasta qué punto puede llegar la irracionalidad humana en nuestras acciones como consecuencia del miedo y desconocimiento. En todo el mundo las autoridades se vieron en la necesidad de adoptar medidas urgentes para frenar los contagios: desde el inicial “lock-down” hasta la posterior “nueva-normalidad” y todas las medidas de prevención. Por suerte, al poco tiempo llegó una vacuna que permitió reducir la mortalidad y volver a la vida “normal”, aunque para muchos nada volvió a ser “normal”. Para los que han perdido seres queridos en esta pandemia o para los que han vivido encerrados o asustados, los efectos sobre la salud mental de la gente no deben ser menospreciados.

    Independientemente de lo que pueda pensar cada persona, lo que más me llamó a mí la atención fueron las distintas posturas que adaptaba la gente y su forma de reaccionar ante los sucesos. Desde la postura del más escéptico hasta la del inhibido y asustado, las personas variaban su postura según el trascurso del tiempo y las vivencias. Nada ni nadie parecía ser coherente. Pero lo más curioso de todo fue cómo esta pandemia anuló en algunos la capacidad de razonar, pensar críticamente y analizar las circunstancias de forma racional y contrastada. Precisamente es esto último caracteriza nuestra especie humana: somos animales dotados de intelecto y capacidad de reflexión. Pero aún con estas capacidades, somos responsables de las desgracias más grandes de la humanidad.

    Casi 3 años después de la irrupción del Covid-19 en nuestra vida, ahora es un buen momento para analizar muchos de los sin-sentidos que vivimos. Me vienen en mente las escenas de ese primer confinamiento, escenas que hoy en día rozarían lo surrealista o la ciencia ficción. Quizás la obra de Orwell 1984 podría haberse llamado 2020. En esos días la policía se paseaba de incógnito y multaba a las personas que iban a tirar la basura o a comprar juntas. En una de esas ocasiones recuerdo la respuesta de un policía: “si se encuentra mal, enciérrese en la habitación, túmbese en la cama y respire profundamente”. Los niños quedaban con sus amigos a escondidas (si es que podían) y las madres se paseaban dando vueltas al garaje (si es que lo tenían) cómo única forma de socializarse. Eso sí, el que tenía perro podía salir a hacer footing sin problema. De repente vimos como los perros tenían de repente más derechos que los humanos.

    Luego llegaron las franjas horarias o la “libertad condicionada” para poder salir a pasear. Recuerdo que un día salí con la bici y me había adelantado 10 minutos del horario autorizado para mi franja de edad y me paró una anciana diciendo “ten cuidado que ahí arriba están los guardias y están parando a gente”. Lo de la “policía del pensamiento” no era ninguna broma. Mientras tanto en otros ámbitos de la vida, la irracionalidad era lo normal. Esta sociedad del control no ocurrió únicamente en España. En Italia se instauró un sistema de certificado-salvoconducto (primero green pass, luego super-green pass sí tenía la tercera dosis o de refuerzo) que permitía hacer vida normal. Sin ello sólo se podía ir al supermercado. En Francia, siguiendo la misma estrategia, su presidente reconoció públicamente que la estrategia era la de “joder hasta el final a los no vacunados”.

    Pero más allá de la vacuna o no, en casi todos los ámbitos ocurrieron cosas que hoy juzgaríamos extrañas. Recuerdo que en la biblioteca resulta que los libros hacían “cuarentena”. En el aula o sala de estudio, los compañeros que habían estados juntos en los descansos tenían que sentarse separados, respetando las pegatinas de las sillas. En el ámbito deportivo se tocó el sinsentido. Sin mucha lógica, en la piscina se dividió el sentido de las calles: una para subir y otra para bajar. En el gimnasio era contraproducente y peligroso para la salud llevar la mascarilla al hacer deporte intenso. Muchos monitores optaron por “hacer la vista gorda”. Pero aparte de las peculiaridades de cada sitio, todos los lugares se llenaron de pegatinas, botellitas de espray, papeles y geles desinfectante.

    Pero de todos los ejemplos creo que el del transporte público es el más paradójico. Aunque la mascarilla se haya eliminado en prácticamente todos los países de Europa, en España sigue siendo obligatoria cuando no lo es en centros comerciales, discotecas o bares. En cuanto a los aviones resulta que en varios países ha desaparecido ya. Siguiendo esta lógica, ello me lleva a pensar que nos encontramos ante un virus selectivo. Es peligroso en los buses de la EMT (Madrid) pero no en los de la ATM (Milán); o contagia en los vuelos de Iberia, pero no en los de Brussels Airlines; o no contagia en el bar abarrotado, pero sí un hospital higienizado.

    Ocurrieron cosas más absurdas en el transporte público. Pudimos presenciar momentos ridículos cuando se instalaron cupos o aforos en los medios de transporte. En una ocasión, pude observar cómo hicieron bajar del autobús interurbano a dos chicas que visiblemente iban a trabajar, a pesar de suplicar que llegaban tarde al trabajo y haber abundante espacio en el vehículo. ¿El motivo? Se había llenado el “aforo máximo” y el trabajador no estaba dispuesto a aceptar el riesgo de transportar unos pasajeros extra. Las dos mujeres insistieron, pero fueron amenazadas con el “voy a llamar a seguridad”.

    Según esa realidad vemos cómo dos personas más podían desestabilizar el orden sanitario en aquel autobús y hacer entrar en cortocircuito a un trabajador que se limitaba a repetir ordenes sin valorar la situación. Y, ¿por qué un aforo de 50% y no del 40% o 60%? ¿por qué un número marcaba la línea entre la “seguridad” y el “peligro”?

    Por lo tanto, parece ser que según estos eventos que el Covid es un virus selectivo, donde el número de personas exactas (aforos determinados), el horizonte temporal (hoy sí, mañana no) y el lugar (aquí sí, allí no) influyen en el riesgo de contagio. Por suerte, esta falta de coherencia parece que se solucionará el próximo 7 de febrero cuando dejará de ser obligatoria la mascarilla en el transporte. Aunque no lo parezca, han pasado casi 3 años desde aquel primer caso.

    Tampoco se me olvidarán los momentos tan extraños en los que siendo uno el único en el autobús, el asustado conductor presionaba el botón de aviso de mensajes para recordar el uso de mascarilla “cubriendo boca y nariz”. Otras veces un conductor de los interurbanos directamente avisó: “si os vais a quitar la mascarilla, sentaros atrás del todo”. De la misma manera, uno la podía llevar mal puesta sin que nadie dijera nada, pero si se la quitaba en seguida se le llamaba la atención. El efecto real era el mismo (no protegía de ambas maneras) pero el efecto social era distinto. En estas situaciones, las relaciones humanas se habían vuelto extrañas debido a una supuesta obligación que nadie entendía y que carecía de sentido común.

    Por ello la pandemia ha demostrado también las grandes flaquezas del derecho: la ley está, pero no se cumple, y si se hace cumplir, ¿hasta qué punto es ético su cumplimiento? Me refiero a la obligatoriedad de las vacunas, las mascarillas o de muchas de las mediadas y procedimientos que hoy en día nos parecen algo desproporcionados. ¿Se puede privar a alguien de un servicio público –que paga con sus impuestos– simplemente por no vacunarse? (como ocurrió en Italia). Además, demuestra otro rasgo de nuestra sociedad (influida por la política) y ese es el de la polarización en la forma de pensar. Ni todo es negro ni blanco. Hay miles de posturas intermedias desde aquel que sigue sin quitarse la mascarilla hasta aquel que no se ha querido vacunar. Sin embargo, nuestra forma de legislar se ha movido por extremos: del todo a la nada. Cuando se cambia la legislación de un día a otro cambia nuestra percepción de riesgo: ayer era obligatoria la mascarilla, hoy ya no lo es.

    Por último, resaltar que más allá del Covid existen otras muchas enfermedades de las que no se habla. Si nos fijamos en las estadísticas del INE para las defunciones según causa de muerte del 2021 para España nos sorprenderíamos. En orden de importancia, de las 450.744 defunciones del 2021, un 26% se debían a enfermedades del sistema circulatorio, un 25% debido a tumores y un 10% debido a enfermedades infecciosas (entre las cuales se incluía el Covid-19). Pero más grave aún es el hecho de que el suicidio es la primera causa de muerte externa, con 4.003 fallecidos y con una tendencia que aumenta desde el 2017. ¿Por qué no hablamos de todo esto? ¿Por qué no hablamos de las necesidades en sanidad?

    En conclusión, la crisis del Covid-19 ha demostrado en parte lo peor y lo mejor del ser humano (si pensamos en la solidaridad o en valorar lo que de verdad importa). En cuanto a lo peor, el miedo llega a nublar el pensamiento y hace actuar a uno como un ser no racional. Pongámoslo en metáfora: nos han enseñado a tener miedo del lobo cuando en realidad el verdadero peligro está entre las ovejas.

    El ser humano no quiere tomar decisiones que le comprometan: prefiere seguir a ciegas normativa -aunque no tenga sentido- más que pararse a pensar críticamente sus implicaciones en cada entorno. Con ello, el rol de lo psicológico no se puede tampoco menospreciar. Muchas medidas, más que ser efectivas simplemente aportaban seguridad psicológica o tranquilidad ficticia.

    Al final, el control de la población está en la manipulación de masas a través de la emoción más que por la reflexión. Si pensamos en la política, esto suele ser su esencia en la mayoría de las veces. El que se cree lo primero que le dicen sin contrastarlo se convierte en víctima de esta situación. Analizar el qué y cuándo un momento presenta un riesgo, requiere pensar, salirse del marco y justificar las acciones. Todo esto último cuesta esfuerzo. Es más fácil obedecer y seguir la ley, aunque sea incoherente.

    Creo que es necesario hacer un llamamiento al uso de la cordura y sentido común a la hora de tomar decisiones para valorar la situación y tomar acciones consecuentes. Porque entre aquel que defiende la libertad sin límites ni consideración hasta aquel que defiende la seguridad y restricción, existen distintas posturas. La clave está en el punto intermedio de razonamiento, reflexión y prudencia para poder entenderse. Nos iría bastante mejor si nos paráramos a analizar y contrastar nuestras acciones, quizás teniendo un poco más de inteligencia emocional.

    Carlo Stella Serrano
    Carlo Stella Serranohttps://verumlibertas.es/author/carlo-stella-serrano/
    «El pragmático» Temas: Política y Sociedad. Máster en Desarrollo Económico y Políticas Públicas - UAM

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