Una de las pocas cosas positivas que trajo la pandemia fue esa especie de renacimiento del toreo clásico. El interés de los públicos por toreros de este corte, coloquialmente conocidos como «artistas», experimentó sin duda un gran crecimiento. Pareciera como si las restricciones y el recorte de festejos hubieran hecho al aficionado priorizar la calidad por encima de la cantidad, incrementando el interés por este tipo de toreros. Fenómeno coincidente en el tiempo, y no por casualidad, con las eclosiones de Pablo Aguado y Juan Ortega, la madurez de Diego Urdiales y la plenitud artística de Morante de la Puebla.
No obstante, el 2022 y la vuelta a la normalidad volvió a trastocar todo el panorama taurino. La ausencia de triunfos en plazas importantes de Ortega y Aguado, y la discreta temporada de Urdiales, mermado por la voltereta de Valencia, dio al traste con las ilusiones que habían sido depositadas en estos toreros. El que no decepcionó fue el de la Puebla, el cual se aupó hasta la cima del toreo en una histórica temporada de cien capítulos plagada de grandiosas faenas, quedándose solo en la cúspide del arte.
Pero la primera feria de la temporada, la de Valdemorillo, ha traído consigo la primera de las grandes noticias taurinas de este año, que no es ni más ni menos que el arte puede tener, si no tiene ya, sucesor. Y ese sucesor tiene nombre, se llama Juan, es de Triana. No se apellida Belmonte, pero sí tiene a su tocayo como máximo referente. Y el domingo vimos la mejor dimensión que este torero ha ofrecido hasta al momento en una tarde de toros.
Si bien su faena al cuarto fue la cumbre de la tarde y de lo poco que llevamos de temporada, igual de meritorias son sus otras dos labores frente a oponentes que presentaron ciertas dificultades. Porque debemos tener muy en cuenta que ninguno de los toros que le cayeron en suerte a Juan estuvo cerca de ser extraordinario, incluso dos de ellos fueron mas bien «mediocres». Toros con los que mismamente hace un año Ortega no hubiera tenido opciones de lucimiento.
Esto se debe principalmente a un claro cambio en la actitud del torero sevillano a la hora de afrontar este tipo de compromisos. Siendo cierto que la pasada campaña le vimos muchas tardes derrotado, frustrado o apático, no es menos cierto que en Valdemorillo Juan Ortega pisó el albero con una confianza y una seguridad hasta entonces desconocida en él. Se le notaba con aura distinta desde el propio paseíllo. Como es lógico, aquello se materializó desde el primer instante, donde Ortega nos deleitó con un extraordinario toreo de capote al segundo de la tarde.
Sin embargo, ya éramos de sobra conocedores de las fantásticas cualidades de Ortega con la capa. Lo que no le habíamos visto hasta entonces era esa capacidad para hacer faenas con el gusto y la clase que le caracterizan a toros poco propicios para el lucimiento. Siempre la pureza ha sido la seña de identidad de su toreo. No obstante, su obsesión por lograr esa faena perfecta le hacía encasillarse en un estilo muy complicado de llevar a buen puerto. Esto le hacía necesitar de la colaboración de un toro dotado con un cúmulo de cualidades muy concretas, tan concretas que es casi un milagro que algún toro embista de esa manera. En este sentido, pudimos ver una clara evolución en el toreo de Juan, pero sin salirse del marco de ese concepto de clasicismo y pureza por el que vive y sueña.
Pero lo que verdaderamente fue un sueño fue la faena de Juan al cuarto de la tarde, donde de nuevo volvió a quedar patente la evolución de la que hablábamos anteriormente. Si bien esta obra entra en la selecta lista de cumbres orteguianas, fue una faena muy distinta de, por ejemplo, la faena de Linares en 2020. En Valdemorillo vimos una versión de Ortega más inclinada hacía un toreo ligado en redondo. Este cambio se pudo empezar a atisbar la pasada campaña al calor de una tarde de verano manchega en Manzanares, y más adelante en El Puerto y Ronda. Ahora parece que Juan ha terminado de dar con la tecla y ha perfeccionado esta técnica.
De esta forma, la del pasado domingo fue una faena basada en cinco pilares: el toreo ligado en redondo, la verticalidad, el cite con la muleta retrasada, la curva y la «despaciosidad». Todo ello sumado al embrujo y el duende que siempre ha desprendido este torero, porque sin duda Juan Ortega ha nacido artista y está tocado con «las bolitas que manda Dios» como dice el maestro Rafael de Paula. Y ahora también tiene hasta esa chispa de la que en ocasiones carecía. Quizá el verse fuera de San Isidro sea lo que le haya dado la motivación y la fuerza necesarias para reivindicarse de tamaña manera.
Por todo esto, creo que estoy en condiciones de nombrar, y sí, quizás sea demasiado precipitado, pero desde aquí me atrevo a nombrar a Juan Ortega con el título de «sucesor del arte». Solo el tiempo y el toro me dará la razón o me la quitará.
Una de las pocas cosas positivas que trajo la pandemia fue esa especie de renacimiento del toreo clásico. El interés de los públicos por toreros de este corte, coloquialmente conocidos como «artistas», experimentó sin duda un gran crecimiento. Pareciera como si las restricciones y el recorte de festejos hubieran hecho al aficionado priorizar la calidad por encima de la cantidad, incrementando el interés por este tipo de toreros. Fenómeno coincidente en el tiempo, y no por casualidad, con las eclosiones de Pablo Aguado y Juan Ortega, la madurez de Diego Urdiales y la plenitud artística de Morante de la Puebla.
No obstante, el 2022 y la vuelta a la normalidad volvió a trastocar todo el panorama taurino. La ausencia de triunfos en plazas importantes de Ortega y Aguado, y la discreta temporada de Urdiales, mermado por la voltereta de Valencia, dio al traste con las ilusiones que habían sido depositadas en estos toreros. El que no decepcionó fue el de la Puebla, el cual se aupó hasta la cima del toreo en una histórica temporada de cien capítulos plagada de grandiosas faenas, quedándose solo en la cúspide del arte.
Pero la primera feria de la temporada, la de Valdemorillo, ha traído consigo la primera de las grandes noticias taurinas de este año, que no es ni más ni menos que el arte puede tener, si no tiene ya, sucesor. Y ese sucesor tiene nombre, se llama Juan, es de Triana. No se apellida Belmonte, pero sí tiene a su tocayo como máximo referente. Y el domingo vimos la mejor dimensión que este torero ha ofrecido hasta al momento en una tarde de toros.
Si bien su faena al cuarto fue la cumbre de la tarde y de lo poco que llevamos de temporada, igual de meritorias son sus otras dos labores frente a oponentes que presentaron ciertas dificultades. Porque debemos tener muy en cuenta que ninguno de los toros que le cayeron en suerte a Juan estuvo cerca de ser extraordinario, incluso dos de ellos fueron mas bien «mediocres». Toros con los que mismamente hace un año Ortega no hubiera tenido opciones de lucimiento.
Esto se debe principalmente a un claro cambio en la actitud del torero sevillano a la hora de afrontar este tipo de compromisos. Siendo cierto que la pasada campaña le vimos muchas tardes derrotado, frustrado o apático, no es menos cierto que en Valdemorillo Juan Ortega pisó el albero con una confianza y una seguridad hasta entonces desconocida en él. Se le notaba con aura distinta desde el propio paseíllo. Como es lógico, aquello se materializó desde el primer instante, donde Ortega nos deleitó con un extraordinario toreo de capote al segundo de la tarde.
Sin embargo, ya éramos de sobra conocedores de las fantásticas cualidades de Ortega con la capa. Lo que no le habíamos visto hasta entonces era esa capacidad para hacer faenas con el gusto y la clase que le caracterizan a toros poco propicios para el lucimiento. Siempre la pureza ha sido la seña de identidad de su toreo. No obstante, su obsesión por lograr esa faena perfecta le hacía encasillarse en un estilo muy complicado de llevar a buen puerto. Esto le hacía necesitar de la colaboración de un toro dotado con un cúmulo de cualidades muy concretas, tan concretas que es casi un milagro que algún toro embista de esa manera. En este sentido, pudimos ver una clara evolución en el toreo de Juan, pero sin salirse del marco de ese concepto de clasicismo y pureza por el que vive y sueña.
Pero lo que verdaderamente fue un sueño fue la faena de Juan al cuarto de la tarde, donde de nuevo volvió a quedar patente la evolución de la que hablábamos anteriormente. Si bien esta obra entra en la selecta lista de cumbres orteguianas, fue una faena muy distinta de, por ejemplo, la faena de Linares en 2020. En Valdemorillo vimos una versión de Ortega más inclinada hacía un toreo ligado en redondo. Este cambio se pudo empezar a atisbar la pasada campaña al calor de una tarde de verano manchega en Manzanares, y más adelante en El Puerto y Ronda. Ahora parece que Juan ha terminado de dar con la tecla y ha perfeccionado esta técnica.
De esta forma, la del pasado domingo fue una faena basada en cinco pilares: el toreo ligado en redondo, la verticalidad, el cite con la muleta retrasada, la curva y la «despaciosidad». Todo ello sumado al embrujo y el duende que siempre ha desprendido este torero, porque sin duda Juan Ortega ha nacido artista y está tocado con «las bolitas que manda Dios» como dice el maestro Rafael de Paula. Y ahora también tiene hasta esa chispa de la que en ocasiones carecía. Quizá el verse fuera de San Isidro sea lo que le haya dado la motivación y la fuerza necesarias para reivindicarse de tamaña manera.
Por todo esto, creo que estoy en condiciones de nombrar, y sí, quizás sea demasiado precipitado, pero desde aquí me atrevo a nombrar a Juan Ortega con el título de «sucesor del arte». Solo el tiempo y el toro me dará la razón o me la quitará.
Alfonso L. Galiana