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    Calles, avenidas, travesías, plazas

    El destierro me reclama en la ciudad, exilio inequívoco de mí, de mi genio y daimón, de la religión que por devoto me tiene. Taconeo de pasos acompasados de latidos urgentes y caducos, sumisión a la celeridad del tiempo, la prisa y berbiquí retinal de las luces que van y vienen, personas cuyos rostros descuartizan mis entrañas con la mirada palpitante del progreso y la rectitud. Aves diurnas cantan de noche, enfermedad urbana, alevosía. Últimamente, estoy cansado.

    El frío de la calle ahoga. La calle corta, seca, mutila, perfila, endurece. La calle es incisiva, amarga, dura, racional. Sin embargo, existe un muy fuerte atractivo en su ecosistema radical, atmósfera de feminidad, perfume brutalista de envite y obligación a querer. La calle, digo, es agente y posee una personalidad enrevesada, incierta, demasiado freudiana, a priori, para constituir una sencilla línea finita en el espacio. La calle tiene algo y no sé qué es.

    La relación que se tiene con la calle es difícil, pues uno siempre cree que debe abandonarla en soledad, ninfa de carrera y laurel, sin más compañía que sus vecinas calles, avenidas, travesías y plazas. De noche, ellas conversan, se dan a sí charla omnisciente, conocedora, de ciencia y humanidad. Las calles son ninfas cotillas. Y murmuran en la lluvia. Y lloran en la brisa. Y ríen en la ventisca. Y enfurecen en el ruido maquinal de los automóviles, tranvías y demás asesinos de su conferencia. Por lo general, uno siempre va ajetreado hacia allá o acá, y es inconsciente de sus largos y tendidos intercambios de léxico universal, pero concreto. Los silencios elocuentes del asfalto y el ladrillo que se solapan por la percusión constante de nosotros mismos, sobre nosotros y para nosotros solamente, siempre, firme, pesado sentir. ¿Acaso no soy de los que viviendo quieren ya estar muertos? Y yo qué sé.

    La celeridad es bienvenida. Aunque esquiva, la calle permite su uso y desuso, el pateo, el manoseo, pero siempre acelerado, como el mal novio, inexperto, fugaz, brillante, ausente. La calle quiere malos novios, neófitos a los que hacer disfrutar y que la hagan disfrutar; admite transeúntes y peregrinos, rechaza habitantes. El personal debe circular. Entender que la calle ha de ser considerada un medio, no un fin, permite abrazar su tolerancia, incluso su confianza. Nunca su amor. Uno solo se emparenta con la calle cuando no le queda otra opción, cuando Dios cierra todas las puertas y solo abre una ventana. Entonces la calle es fin, y no medio, y termina por inmovilizar a sus amantes, defenestrándolos hacia sus tensas líneas de matrimonio y depredación, continente carente de contenido.

    Joder, yo quiero conocer la calle, saber de ella, quiero escuchar su decir, conocer sobre sus malos novios de ayer, de hoy, sobre los que espera mañana y el día siguiente, quiero conocer su frío de alma ––seguro, tiene–– cubierto por las colillas del fumador anticuado, por las hojas de otoño y las ramas de invierno, por los periódicos que ya nadie quiere leer, quiero aprender de sus pareceres éticos y estéticos. ¿Cómo nace la ideología de la calle? ¿Serán más felices las calles comunistas de La Habana? ¿Serán de su agrado los nombres que se les han concedido? No tienen el mismo glamour la calle Ortega y Gasset o Fortuny que la calle del Botijo. Digo yo, vamos, sin dejar de honrar a cosa tan española y castiza.

    En mis desvelos, encerrado en un abrigo ancho, procuro atender el decir de las calles, el sumario y pregón de lo acontecido de día. Reposo en un banco, escaño vitalicio, diputado granítico y totalitarista. La calle, al encontrarme empleado de su literatura, se apiada de mí, y guarda silencio ante mi cuello de cisne, inquisidor interrogante. Lo cierto es que conocen al dedillo mis manías y premuras de mañana, mis dulces y salados deleites de tarde, y no me toman en serio. Conocen que puedo y debo volver, y me liberan de vuelta al catre, república de sueño y poetas. En la vuelta sesuda y frustrada, pienso qué será de aquellos dormidos de inspiración de vuelta. ¿Qué hay de ellos sin catre ni techo en que ser libres? Esos que no pueden volver, ¿podrán escuchar y conocer los secretos que yo no puedo? Al marchar, comienza de nuevo el parlamento de las calles, las avenidas, las travesías y las plazas, cuyo crepitar calmado se extingue con el Sol del día nuevo.

    Los silencios elocuentes del asfalto y el ladrillo que se solapan por la percusión constante de nosotros mismos, sobre nosotros y para nosotros solamente, siempre, firme, pesado sentir

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    2 Comentarios

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