Avatar: el sentido del agua (2022) ya es, a día de hoy, la tercera película con mayor recaudación de la historia del cine. El hecho de que haya recaudado en mes y medio cerca de 2,2 mil millones de dólares no me sorprende como tal, a pesar de que es un hito increíble. Lo que me sorprende enormemente es que una cantidad ingente de personas hayan decidido gastar su dinero en una película tan mala.
Esta cinta es la continuación de Avatar (2009), el primer despliegue de espectáculo visual en Pandora de James Cameron. En el ámbito técnico es apabullante. El director ha introducido en la película una nueva tecnología, llamada captación de rendimiento bajo el agua, con la que ha dejado a todos boquiabiertos. Consiste en captar expresiones faciales y movimiento bajo el agua a través de puntos marcadores por toda la cara y el cuerpo de los actores. El mundo acuático es lo más difícil de reproducir por ordenador (corrientes en movimiento, las olas rompientes, las salpicaduras de agua…), pero Cameron y su equipo de edición y animación han conseguido que sea extremadamente realista, y, obviamente, los efectos especiales también son impresionantes. Sin embargo, el guion es monótono, la historia es aburridísima, la fotografía es muy mejorable, teniendo en cuenta que la película es íntegramente CGI, y la banda sonora es casi inexistente. James Cameron ha pecado de querer enseñarnos todo el potencial de su nueva tecnología, excediéndose en planos y secuencias que no aportan nada al espectador más que la sensación de estar en un acuario gigante en vez de en un cine, y desestimando lo que vertebra una película (la historia) y todo lo demás. Es decir, una película tan prometedora se ha visto reducida a una ‘chula’ inmersión de realidad virtual bajo el agua.
Ahora bien, ¿por qué es tan mala? El arte cinematográfico consiste en aunar todas las disciplinas artísticas a la vez: la pintura en los efectos especiales, el vestuario y el maquillaje, los cuales hacen de óleo y pintura en el lienzo, que es la película, para que el espectador quede enfrascado en la historia a través de lo visual; la danza en la fotografía, cómo mover y dónde colocar por la pantalla a los actores para que la historia fluya con todo su esplendor; la literatura en el guion y la historia; la música en la banda sonora y el sonido; la arquitectura en la producción, que es el arte de calcular el cómo la pieza de arte se va a poder sostener; y la escultura en el montaje y la edición, el cuidadoso trabajo de martillo y cincel, de cinta y tijeras o de teclado y ratón, en el que se van puliendo los detalles y convierten la tosca piedra en delicioso arte.
La secuela de Avatar puede destacar de sobremanera en los efectos especiales y la edición, pero si carece de todo lo demás, estarás de acuerdo conmigo, querido lector, en que no podemos decir que es una buena película. ¿Podemos llegar a decir que es una buena película dentro del marco del cine comercial? Sí, porque ha conseguido lo que se proponía: ser rentable. Pero, ¿qué es el cine comercial sino una depravación del arte que transforma una apasionada actividad de humanización, aprendizaje y disfrute en un triste negocio, aprovechándose de la deshumanización de la sociedad en la que vivimos? Porque no podemos negar que la mayoría de la gente ha tomado un rumbo al famoso “pan y circo” que idiotiza y bestializa. No es casualidad que entre las 5 películas con más recaudación de la historia se encuentren las dos películas de Avatar y dos películas de The Avengers, Infinity War (2018) y Endgame (2019), películas cuyo denominador común se resume en efectos especiales y tratar a los espectadores como monos a los que se les enseña un truco de magia. Representan un cine que no busca contar una buena historia, no busca hacer una película que llene, que enseñe, que represente al ser humano; un cine que busca crear una realidad que impresione visualmente, porque la vista es el más poderoso de los sentidos, en la que evadirnos; un cine que invita a dejar el cerebro fuera de la sala para ser entretenidos con facilidad. Habrá quien diga que si fuese tan mala no la vería tanta gente, pero hay que tener cuidado con esta consideración porque la mayoría no siempre lleva la razón, y menos en estos tiempos en los que, tal y como decía el filósofo Schopenhauer, “son muy pocos los que quieren pensar, pero todos quieren tener una opinión”. Pongo un ejemplo: según el grueso de espectadores, la ‘peor’ película de The Avengers es La era de Ultrón (2015), justo la más filosófica, la que más hace pensar al espectador. ¿Casualidad? Lo dudo. Avatar: el sentido del agua se trata de un largometraje que carece de (casi) todo lo que compone una buena película. Y no me refiero solo a lo meramente externo, como puede ser el guion o la fotografía, sino también a aquello relacionado con el fuero interno del ser humano: aprender, pensar, reflexionar, batallar contra la ignorancia y la inhumación teniendo como armas la razón y el arte. Sé, pues, diligente en no ser convencido por el sofisma de que la mayoría siempre tiene razón, puesto que ya lo invitaba a hacer ese anuncio antiguo: “coma mierda, mil millones de moscas no pueden equivocarse”.
En absoluto pretendo criticar o ridiculizar tus gustos, querido lector. En lo subjetivo, a mí me divirtieron las dos películas de The Avengers que están en el top 5, y me fascinó el apartado técnico, los efectos especiales y la tecnología de captura de rendimiento bajo el agua de Avatar: el sentido del agua. No obstante, no son películas que recomiendo para disfrutar del (verdadero) cine y menos aún son películas en las que me volvería a gastar el dinero. Tener un gusto determinado no quita que debamos ser objetivos, pues hay que humanizar este mundo a través de la Verdad, el Bien y la Belleza, y esto empieza por afirmar categóricamente que Avatar: el sentido del agua no es una buena película.
«SÉ, PUES, DILIGENTE EN NO SER CONVENCIDO POR EL SOFISMA DE QUE LA MAYORÍA SIEMPRE TIENE RAZÓN, PUESTO QUE YA LO INVITABA A HACER ESE ANUNCIO ANTIGUO: ‘COMA MIERDA, MIL MILLONES DE MOSCAS NO PUEDEN EQUIVOCARSE’»
Avatar: el sentido del agua (2022) ya es, a día de hoy, la tercera película con mayor recaudación de la historia del cine. El hecho de que haya recaudado en mes y medio cerca de 2,2 mil millones de dólares no me sorprende como tal, a pesar de que es un hito increíble. Lo que me sorprende enormemente es que una cantidad ingente de personas hayan decidido gastar su dinero en una película tan mala.
Esta cinta es la continuación de Avatar (2009), el primer despliegue de espectáculo visual en Pandora de James Cameron. En el ámbito técnico es apabullante. El director ha introducido en la película una nueva tecnología, llamada captación de rendimiento bajo el agua, con la que ha dejado a todos boquiabiertos. Consiste en captar expresiones faciales y movimiento bajo el agua a través de puntos marcadores por toda la cara y el cuerpo de los actores. El mundo acuático es lo más difícil de reproducir por ordenador (corrientes en movimiento, las olas rompientes, las salpicaduras de agua…), pero Cameron y su equipo de edición y animación han conseguido que sea extremadamente realista, y, obviamente, los efectos especiales también son impresionantes. Sin embargo, el guion es monótono, la historia es aburridísima, la fotografía es muy mejorable, teniendo en cuenta que la película es íntegramente CGI, y la banda sonora es casi inexistente. James Cameron ha pecado de querer enseñarnos todo el potencial de su nueva tecnología, excediéndose en planos y secuencias que no aportan nada al espectador más que la sensación de estar en un acuario gigante en vez de en un cine, y desestimando lo que vertebra una película (la historia) y todo lo demás. Es decir, una película tan prometedora se ha visto reducida a una ‘chula’ inmersión de realidad virtual bajo el agua.
Ahora bien, ¿por qué es tan mala? El arte cinematográfico consiste en aunar todas las disciplinas artísticas a la vez: la pintura en los efectos especiales, el vestuario y el maquillaje, los cuales hacen de óleo y pintura en el lienzo, que es la película, para que el espectador quede enfrascado en la historia a través de lo visual; la danza en la fotografía, cómo mover y dónde colocar por la pantalla a los actores para que la historia fluya con todo su esplendor; la literatura en el guion y la historia; la música en la banda sonora y el sonido; la arquitectura en la producción, que es el arte de calcular el cómo la pieza de arte se va a poder sostener; y la escultura en el montaje y la edición, el cuidadoso trabajo de martillo y cincel, de cinta y tijeras o de teclado y ratón, en el que se van puliendo los detalles y convierten la tosca piedra en delicioso arte.
La secuela de Avatar puede destacar de sobremanera en los efectos especiales y la edición, pero si carece de todo lo demás, estarás de acuerdo conmigo, querido lector, en que no podemos decir que es una buena película. ¿Podemos llegar a decir que es una buena película dentro del marco del cine comercial? Sí, porque ha conseguido lo que se proponía: ser rentable. Pero, ¿qué es el cine comercial sino una depravación del arte que transforma una apasionada actividad de humanización, aprendizaje y disfrute en un triste negocio, aprovechándose de la deshumanización de la sociedad en la que vivimos? Porque no podemos negar que la mayoría de la gente ha tomado un rumbo al famoso “pan y circo” que idiotiza y bestializa. No es casualidad que entre las 5 películas con más recaudación de la historia se encuentren las dos películas de Avatar y dos películas de The Avengers, Infinity War (2018) y Endgame (2019), películas cuyo denominador común se resume en efectos especiales y tratar a los espectadores como monos a los que se les enseña un truco de magia. Representan un cine que no busca contar una buena historia, no busca hacer una película que llene, que enseñe, que represente al ser humano; un cine que busca crear una realidad que impresione visualmente, porque la vista es el más poderoso de los sentidos, en la que evadirnos; un cine que invita a dejar el cerebro fuera de la sala para ser entretenidos con facilidad. Habrá quien diga que si fuese tan mala no la vería tanta gente, pero hay que tener cuidado con esta consideración porque la mayoría no siempre lleva la razón, y menos en estos tiempos en los que, tal y como decía el filósofo Schopenhauer, “son muy pocos los que quieren pensar, pero todos quieren tener una opinión”. Pongo un ejemplo: según el grueso de espectadores, la ‘peor’ película de The Avengers es La era de Ultrón (2015), justo la más filosófica, la que más hace pensar al espectador. ¿Casualidad? Lo dudo. Avatar: el sentido del agua se trata de un largometraje que carece de (casi) todo lo que compone una buena película. Y no me refiero solo a lo meramente externo, como puede ser el guion o la fotografía, sino también a aquello relacionado con el fuero interno del ser humano: aprender, pensar, reflexionar, batallar contra la ignorancia y la inhumación teniendo como armas la razón y el arte. Sé, pues, diligente en no ser convencido por el sofisma de que la mayoría siempre tiene razón, puesto que ya lo invitaba a hacer ese anuncio antiguo: “coma mierda, mil millones de moscas no pueden equivocarse”.
En absoluto pretendo criticar o ridiculizar tus gustos, querido lector. En lo subjetivo, a mí me divirtieron las dos películas de The Avengers que están en el top 5, y me fascinó el apartado técnico, los efectos especiales y la tecnología de captura de rendimiento bajo el agua de Avatar: el sentido del agua. No obstante, no son películas que recomiendo para disfrutar del (verdadero) cine y menos aún son películas en las que me volvería a gastar el dinero. Tener un gusto determinado no quita que debamos ser objetivos, pues hay que humanizar este mundo a través de la Verdad, el Bien y la Belleza, y esto empieza por afirmar categóricamente que Avatar: el sentido del agua no es una buena película.
«SÉ, PUES, DILIGENTE EN NO SER CONVENCIDO POR EL SOFISMA DE QUE LA MAYORÍA SIEMPRE TIENE RAZÓN, PUESTO QUE YA LO INVITABA A HACER ESE ANUNCIO ANTIGUO: ‘COMA MIERDA, MIL MILLONES DE MOSCAS NO PUEDEN EQUIVOCARSE’»