Cuanto más pasa el tiempo más me considero afortunado de vivir en Madrid y en España. A pesar de los problemas políticos, estructurales y transitorios que podamos tener creo que en determinados aspectos nuestra calidad de vida es única en Europa. Para valorar lo que tenemos es preciso ir fuera, ver, observar y analizar otras formas de vida. Casi siempre ocurre que uno realmente valora lo que tiene cuando lo pierde.
Este último año he tenido la ocasión de realizar una serie de viajes por Europa, visitando de nuevo países que ya conocía bastante bien (siendo estos Bélgica, Italia y Francia, en menor medida) y no puedo más que constatar una profunda preocupación por el futuro de éstos, que es, en definitiva, el de Europa. Para ello procedo a mencionar ciertos temas o reflexiones –más bien observaciones y percepciones del entorno social de las urbes– que seguramente podrían dotarse de validez con datos reales, transformando lo que para algunos puede ser una posible percepción subjetiva en una realidad medible.
Lo cierto es que son varios los expertos que señalan esta pérdida de protagonismo de Europa en múltiples dimensiones (económica, geopolítica, etc.). Desde mi punto de vista creo que todo se reduce a un único y principal factor: del demográfico, que analizaremos en esta reflexión. Como indica un catedrático de análisis económico lo que sucede es cuestión de lógica histórica «la época dorada de Europa está ya lejos en el tiempo y lo que habría que preguntarse es por el tipo de medidas que se podrían tomar para tratar de mitigar los efectos del reloj de la historia». Efectivamente, esta es la gran cuestión cuyas respuestas simples y reaccionarias desembocan en un nuevo resurgir populista euroescéptico.
El primero punto que quería comentar es el evidente: el envejecimiento de la población ya que de éste se derivan todos los demás. Unos índices bajos de fecundidad, un aumento significativo de la población +65 (hasta 1/3 del total UE en 2100), un sostenimiento (gracias a la inmigración) y posterior decrecimiento poblacional, una pirámide poblacional en forma de romboide que se transformará en rectángulo de estrecha base y un incremento en las tasas de dependencia van a poner en jaque a nuestros Estados de bienestar. Todo ello hace replantearse urgentemente y reformar el sistema de pensiones para garantizar su viabilidad actual y la de las generaciones futuras.
En segundo lugar y como consecuencia del punto anterior está el problema (o solución) que supone la inmigración. Sin entrar en valoraciones subjetivas sobre el fenómeno es necesario entender que es algo que responde a una dinámica global: desde personas que huyen de situaciones de pobreza, cambio climático o guerras, hasta la propia estructura poblacional del “sur global” (nótese que el aumento en +2.000M de personas en los próximos 30 años no está ocurriendo en el mundo “occidental”). Todo apunta a que en el futuro viviremos una auténtica crisis migratoria con miles de personas que se subirán a una patera en búsqueda de una “mejor vida”. Esto lo estamos observando ya, por un lado, con el tráfico de personas y la llegada de pateras a Canarias (este 2023 marca hito en la historia) –asociado a los problemas que ello supone en cuanto al desarrollo de políticas sociales y de integración en un contexto de recursos limitados–; y por otra parte, con el riesgo de descohesión y fragmentación social de nuestras poblaciones.
En cuanto a la inmigración resulta curioso que cuando la UE precisaba mano de obra para la construcción (principalmente) y todos aquellos trabajos que los europeos no querían hacer, la inmigración era la solución. Pero de aquella época del sueño europeo o la dolce vita romana del crecimiento y de las oportunidades, todo ha cambiado. Aunque siendo sinceros, aun menos podemos imaginar nuestro futuro sin el mix cultural en nuestras ciudades: ¿Quién cuidará de nuestros ancianos, traerá ese paquete comprado online hasta la puerta de nuestra casa, conducirá el camión de la basura, limpiará nuestras oficinas o realizará el sinfín de servicios y facilities necesarios? Todavía más va a seguir existiendo ese triple sesgo por género, nacionalidad y tipo de trabajo en Europa. Aunque, quizás, esto sea una realidad no necesariamente negativa desde un punto de vista win-win en cuanto que permite a los europeos consolidar el auténtico “bienestar” y al inmigrante trabajar honradamente y comenzar un proyecto de vida en un país que le ha acogido, permitiendo su desarrollo personal y profesional, a la vez que generar un impacto positivo en sus países de origen a través del envío de remesas.
En tercer lugar, las consecuencias de la inmigración controlada de las décadas anteriores son fácilmente observables hoy en día porque en muchas ocasionesha generado ecosistemas humanos duales: por un lado, las zonas el de los “europeos”, por otro las de los “inmigrantes” (muchos incluso de segunda o tercera generación). Esto es un evidente problema en Francia o Bélgica con la existencia de auténticos barrios/poblados/barriadas convertidos en guetos (véanse las banlieues) y que en España no interiorizamos ya que no tenemos un contexto generalizado comparable con lo anterior. Esto ocurre principalmente por los lazos históricos, sociales y culturales que facilitan la integración de la comunidad latinoamericana.
Cuando ocurre lo contrario, el descontento social, la marginación y la falta de cohesión entre los habitantes de una ciudad podría llevar a facilitar procesos de radicalización cuyas consecuencias son de sobra conocidas. Un fenómeno de inmigración descontrolada al que no se pudiera atender de forma debida (servicios sociales, formación, empleo, facilidades, etc.) podría generar una frustración en aquellas personas que, habiendo arriesgado todo su patrimonio por llegar a Europa (quizás a través de mafias que se lucran con el tráfico de personas), no verían satisfecho el sueño europeo, añadiendo a esto las profundas barreas lingüísticas, culturales y climatológicas con respecto a sus países de origen. El no poder atender adecuadamente el fenómeno migratorio es un fracaso para nuestras sociedades desarrolladas, ya que, por una parte, la necesitan para subsistir (y con ello satisfacer la aspiración de miles de personas honradas que vienen a ganarse la vida), y por otra podría ser una solución al problema poblacional. De lo contrario, una consecuencia inmediata es la profundización de esas barreras culturales y la descohesión social.
Un posible efecto asociado es el aumento de los homeless por todas nuestras ciudades. Concretamente las personas sin hogar han aumentado un 20% en los últimos 10 años. Este problema es fácilmente identificable en las principales ciudades europeas dónde auténticos grupos de personas conviven en asentamientos improvisados en medio del ruido urbano (ej. estaciones de tren, parques y zonas marginadas). Nunca se me quitará de la cabeza las escenas de naturalidad con las que se observaban a las personas sin hogar en la ciudad de Roma: desde cepillarse los dientes en las características fuentes de agua, residir en los asentamientos exteriores de la estación de Termini o recibir comida de asociaciones benéficas en interminables colas en la estación de Tiburtina o bajo la icónica Plaza de San Pedro.
En cuarto lugar, los cambios demográficos ponen en cuestión el concepto de crecimiento económico eterno o ilimitado. Han pasado 100 años desde el informe The limits to growthy sus previsiones no han hecho más que confirmarse. Es necesario un cambio urgente en la forma en la que consumimos y todo ello debe pasar por dos acciones principales: por un lado, la acción coercitiva del gobierno para influenciar y por otro la acción individual que no pasa por otra cosa que la concienciación personal y un enfoque responsable en el consumo. Pero nuevamente, aunque la UE quiera estar a la cabeza en normativa ambiental, poco de ello sirve cuando sus emisiones van a tornarse insignificantes en comparación con las futuras emisiones de los países emergentes del sur global. Además, hay que tener cuidado que las imposiciones ecologistas no acaben perjudicando a las personas que menos tienen, como es el caso de los vehículos eléctricos y su dilema con los peajes o entrada a los cascos urbanos.
Lo que es cierto es que tenemos una deuda enorme con nuestro planeta y por suerte comenzamos a concienciarnos sobre la importancia que tiene nuestra “huella ecológica”. En realidad, hay quien sostiene que esto no es un problema: el planeta se autorregula y modifica su clima. Sin embargo, el planeta es caprichoso y poderoso. Tristemente, suelen ser aquellas personas que, siendo las menos responsables de ello, reciben los duros golpes de las catástrofes naturales. Todo ello por no citar las catástrofes humanitarias como el capricho de la acción bélica o la pobreza y falta de oportunidades que a su vez generan ciclos migratorios con destino al norte global.
Además, el crecimiento económico eterno resulta contradictorio en sociedades que parecen haber tocado el “techo” del bienestar, que se encuentran envejecidas y que han deslocalizado gran parte de su industria a terceros países (concienciándonos tras la crisis del Covid-19) . De poco sirve celebrar un aumento en un 3% del PIB real cuando medido en poder adquisitivo (PPP) estamos estancados en niveles del 2007, por no hablar de otros indicadores de bienestar. Puede que seamos víctimas de la falsa ilusión vendida por nuestros tecnócratas sobre la magia del PIB. Es cierto que existe una correlación entre el IDH de un país y su PIB, pero en Europa nos encontramos en una etapa mucho más avanzada y con otros retos por delante. Ahora ya sabemos que el PIB no es el único instrumento para medir el desarrollo porque como está ocurriendo en muchos países el crecimiento económico no va acompañado de un equiparable desarrollo social.
Por último, el futuro de la humanidad está en las ciudades y esto plantea enormes retos en múltiples aspectos. Esto es un fenómeno que se da en todo el planeta, aunque no de igual forma: con África a la cabeza se estima que sus ciudades dupliquen en población de aquí al 2050. En cuanto al futuro de las ciudades europeas, éstas cuentan cada vez con más dificultades para situarse y mantenerse como referentes mundiales. Los problemas demográficos unidos a la antigüedad de la mayoría de nuestras ciudades europeas generan enormes retos: desde la cohesión social, la atención a la dependencia de jóvenes y mayores, la regeneración urbana, la atención sanitaria, la limpieza e higiene urbana o el potenciamiento de las actividades culturales y deportivas para ofrecer alternativas a una juventud encerrada en la era del yo digital.
Nuevamente puede que en Madrid o en las ciudades españolas estos fenómenos nos resulten algo exagerados o catastróficos, pero son la realidad en muchas zonas de varias ciudades europeas. Pensemos en el problema de la solead no deseada de nuestros mayores en los países nórdicos; el silencio y la oscuridad en las calles de muchas ciudades europeas (cuyos comercios cierran temprano y ni abren los domingos); el suicidio y el alcoholismo en jóvenes y no tan jóvenes; la suciedad y deterioro de los sistemas de transporte público; los problemas en la recogida de residuos urbanos; el aumento de las personas sin techo; el deterioro y degrado de zonas céntricas y no tan céntricas; el aumento de la inseguridad y la violencia; la peligrosidad de ciertos barrios o la presencia de roedores en los cascos urbanos son solo unos ejemplos de lo que resulta familiar en otros lugares.
Creo que la esperanza para Europa esta puesta en mantener nuestras fortalezas como referente mundial en los siguientes aspectos: materia legislativa, tecnológica, ambiental (sostenibilidad) y democrática (derechos humanos). Estos pilares son los que posicionan a Europa como el ejemplo a seguir y permiten abordar los retos a los que se enfrenta con mayor facilidad y con la mirada puesta en el futuro. Por ejemplo, en los ejemplos de avances tecnológicos en las ciudades podemos citar las papeleras urbanas con sensores, las aplicaciones móviles para señalar avisos o las nuevas formas de movilidad compartida. En los avances legislativos podríamos citar la primera regulación sobre la IA y en los avances ambientales la prohibición de plásticos y bolsas de un solo uso, la prohibición de venta de vehículos contaminantes a partir del 2035 o todas las medidas enmarcadas en el Pacto Verde Europeo. Puede que en el corto plazo estas medidas resulten incluso perjudiciales para las economías europeas, pero a largo plazo son la dirección a seguir, sobre todo si queremos mantenernos como continente ejemplar a nivel mundial.
En conclusión, diría que Europa se encuentra en un punto de inflexión en cuanto a desarrollo y prosperidad, adentrándose en una fase de grandes cambios poblacionales y geopolíticos mundiales. Quizás no somos conscientes de la situación en la que se encuentra Europa hasta que salimos de España y apreciamos todas estas diferencias. Es posible que Madrid sea una anomalía europea en cuanto a calidad de vida percibida se refiere (pensando en seguridad, limpieza, cuidado, servicios sociales, etc.). Esto no significa que lo que tenemos va a durar para siempre porque quizás España se encuentra simplemente en desfase con respecto a la fase de desarrollo (o involución) avanzada en la que se encuentran sus colegas europeas; o puede que la excepción ibérica sea verdad y que Spain realmente sea different. No obstante, tenemos grandes retos que atender por delante y España debe anticiparse a ellos antes de que sea demasiado tarde. Aunque parece que políticamente resulta más fructífero mantener a la sociedad enfrentada a través de los temas que nos dividen, pero éstos no nos llevan a ningún sitio (mejor, en todo caso).
Creo que en estos momentos no es descabellado cuestionarse si en el fondo Europa es víctima de su propio éxito. Siendo éste su sistema de bienestar, su libertad, su apertura comercial, social y migratoria. El verdadero significado de la liberté, egalité y fraternité no debe ser el tener que pasar controles de seguridad para entrar a mercadillos navideños; el encontrarse con grupos de militares armados por la calle o el percibir un dualismo des cohesionado en el entorno urbano de una misma ciudad. Puede que hayamos llegado a tal nivel de bienestar social que quizás ya no somos ni conscientes de sus implicaciones y nos hayamos centrado en otras discusiones internas, superfluas y banales. Quizás en nuestra avanzada sociedad la clave no esté en tener más (dinero, cosas), sino en ser más (feliz), en un contexto difícil, cambiante y lleno de nuevos retos marcado por una auténtica brecha generacional, porque en la Europa de ahora, los millennialsdifícilmente mantendrán el nivel de vida de sus padres.
Volver a recuperar la Europa de las oportunidades es una necesidad, sin que ello parezca una utopía y sin caer en la trampa del crecimiento eterno como fábula vacía. No parece que haya otro camino que mantenerse como referente legislador, medioambiental, tecnológico y democrático. De lo contrario, Europa corre el riesgo de convertirse en un granito de arena de una gran isla artificial construida por el nuevo “sur global”.
Cuanto más pasa el tiempo más me considero afortunado de vivir en Madrid y en España. A pesar de los problemas políticos, estructurales y transitorios que podamos tener creo que en determinados aspectos nuestra calidad de vida es única en Europa. Para valorar lo que tenemos es preciso ir fuera, ver, observar y analizar otras formas de vida. Casi siempre ocurre que uno realmente valora lo que tiene cuando lo pierde.
Este último año he tenido la ocasión de realizar una serie de viajes por Europa, visitando de nuevo países que ya conocía bastante bien (siendo estos Bélgica, Italia y Francia, en menor medida) y no puedo más que constatar una profunda preocupación por el futuro de éstos, que es, en definitiva, el de Europa. Para ello procedo a mencionar ciertos temas o reflexiones –más bien observaciones y percepciones del entorno social de las urbes– que seguramente podrían dotarse de validez con datos reales, transformando lo que para algunos puede ser una posible percepción subjetiva en una realidad medible.
Lo cierto es que son varios los expertos que señalan esta pérdida de protagonismo de Europa en múltiples dimensiones (económica, geopolítica, etc.). Desde mi punto de vista creo que todo se reduce a un único y principal factor: del demográfico, que analizaremos en esta reflexión. Como indica un catedrático de análisis económico lo que sucede es cuestión de lógica histórica «la época dorada de Europa está ya lejos en el tiempo y lo que habría que preguntarse es por el tipo de medidas que se podrían tomar para tratar de mitigar los efectos del reloj de la historia». Efectivamente, esta es la gran cuestión cuyas respuestas simples y reaccionarias desembocan en un nuevo resurgir populista euroescéptico.
El primero punto que quería comentar es el evidente: el envejecimiento de la población ya que de éste se derivan todos los demás. Unos índices bajos de fecundidad, un aumento significativo de la población +65 (hasta 1/3 del total UE en 2100), un sostenimiento (gracias a la inmigración) y posterior decrecimiento poblacional, una pirámide poblacional en forma de romboide que se transformará en rectángulo de estrecha base y un incremento en las tasas de dependencia van a poner en jaque a nuestros Estados de bienestar. Todo ello hace replantearse urgentemente y reformar el sistema de pensiones para garantizar su viabilidad actual y la de las generaciones futuras.
En segundo lugar y como consecuencia del punto anterior está el problema (o solución) que supone la inmigración. Sin entrar en valoraciones subjetivas sobre el fenómeno es necesario entender que es algo que responde a una dinámica global: desde personas que huyen de situaciones de pobreza, cambio climático o guerras, hasta la propia estructura poblacional del “sur global” (nótese que el aumento en +2.000M de personas en los próximos 30 años no está ocurriendo en el mundo “occidental”). Todo apunta a que en el futuro viviremos una auténtica crisis migratoria con miles de personas que se subirán a una patera en búsqueda de una “mejor vida”. Esto lo estamos observando ya, por un lado, con el tráfico de personas y la llegada de pateras a Canarias (este 2023 marca hito en la historia) –asociado a los problemas que ello supone en cuanto al desarrollo de políticas sociales y de integración en un contexto de recursos limitados–; y por otra parte, con el riesgo de descohesión y fragmentación social de nuestras poblaciones.
En cuanto a la inmigración resulta curioso que cuando la UE precisaba mano de obra para la construcción (principalmente) y todos aquellos trabajos que los europeos no querían hacer, la inmigración era la solución. Pero de aquella época del sueño europeo o la dolce vita romana del crecimiento y de las oportunidades, todo ha cambiado. Aunque siendo sinceros, aun menos podemos imaginar nuestro futuro sin el mix cultural en nuestras ciudades: ¿Quién cuidará de nuestros ancianos, traerá ese paquete comprado online hasta la puerta de nuestra casa, conducirá el camión de la basura, limpiará nuestras oficinas o realizará el sinfín de servicios y facilities necesarios? Todavía más va a seguir existiendo ese triple sesgo por género, nacionalidad y tipo de trabajo en Europa. Aunque, quizás, esto sea una realidad no necesariamente negativa desde un punto de vista win-win en cuanto que permite a los europeos consolidar el auténtico “bienestar” y al inmigrante trabajar honradamente y comenzar un proyecto de vida en un país que le ha acogido, permitiendo su desarrollo personal y profesional, a la vez que generar un impacto positivo en sus países de origen a través del envío de remesas.
En tercer lugar, las consecuencias de la inmigración controlada de las décadas anteriores son fácilmente observables hoy en día porque en muchas ocasiones ha generado ecosistemas humanos duales: por un lado, las zonas el de los “europeos”, por otro las de los “inmigrantes” (muchos incluso de segunda o tercera generación). Esto es un evidente problema en Francia o Bélgica con la existencia de auténticos barrios/poblados/barriadas convertidos en guetos (véanse las banlieues) y que en España no interiorizamos ya que no tenemos un contexto generalizado comparable con lo anterior. Esto ocurre principalmente por los lazos históricos, sociales y culturales que facilitan la integración de la comunidad latinoamericana.
Cuando ocurre lo contrario, el descontento social, la marginación y la falta de cohesión entre los habitantes de una ciudad podría llevar a facilitar procesos de radicalización cuyas consecuencias son de sobra conocidas. Un fenómeno de inmigración descontrolada al que no se pudiera atender de forma debida (servicios sociales, formación, empleo, facilidades, etc.) podría generar una frustración en aquellas personas que, habiendo arriesgado todo su patrimonio por llegar a Europa (quizás a través de mafias que se lucran con el tráfico de personas), no verían satisfecho el sueño europeo, añadiendo a esto las profundas barreas lingüísticas, culturales y climatológicas con respecto a sus países de origen. El no poder atender adecuadamente el fenómeno migratorio es un fracaso para nuestras sociedades desarrolladas, ya que, por una parte, la necesitan para subsistir (y con ello satisfacer la aspiración de miles de personas honradas que vienen a ganarse la vida), y por otra podría ser una solución al problema poblacional. De lo contrario, una consecuencia inmediata es la profundización de esas barreras culturales y la descohesión social.
Un posible efecto asociado es el aumento de los homeless por todas nuestras ciudades. Concretamente las personas sin hogar han aumentado un 20% en los últimos 10 años. Este problema es fácilmente identificable en las principales ciudades europeas dónde auténticos grupos de personas conviven en asentamientos improvisados en medio del ruido urbano (ej. estaciones de tren, parques y zonas marginadas). Nunca se me quitará de la cabeza las escenas de naturalidad con las que se observaban a las personas sin hogar en la ciudad de Roma: desde cepillarse los dientes en las características fuentes de agua, residir en los asentamientos exteriores de la estación de Termini o recibir comida de asociaciones benéficas en interminables colas en la estación de Tiburtina o bajo la icónica Plaza de San Pedro.
En cuarto lugar, los cambios demográficos ponen en cuestión el concepto de crecimiento económico eterno o ilimitado. Han pasado 100 años desde el informe The limits to growth y sus previsiones no han hecho más que confirmarse. Es necesario un cambio urgente en la forma en la que consumimos y todo ello debe pasar por dos acciones principales: por un lado, la acción coercitiva del gobierno para influenciar y por otro la acción individual que no pasa por otra cosa que la concienciación personal y un enfoque responsable en el consumo. Pero nuevamente, aunque la UE quiera estar a la cabeza en normativa ambiental, poco de ello sirve cuando sus emisiones van a tornarse insignificantes en comparación con las futuras emisiones de los países emergentes del sur global. Además, hay que tener cuidado que las imposiciones ecologistas no acaben perjudicando a las personas que menos tienen, como es el caso de los vehículos eléctricos y su dilema con los peajes o entrada a los cascos urbanos.
Lo que es cierto es que tenemos una deuda enorme con nuestro planeta y por suerte comenzamos a concienciarnos sobre la importancia que tiene nuestra “huella ecológica”. En realidad, hay quien sostiene que esto no es un problema: el planeta se autorregula y modifica su clima. Sin embargo, el planeta es caprichoso y poderoso. Tristemente, suelen ser aquellas personas que, siendo las menos responsables de ello, reciben los duros golpes de las catástrofes naturales. Todo ello por no citar las catástrofes humanitarias como el capricho de la acción bélica o la pobreza y falta de oportunidades que a su vez generan ciclos migratorios con destino al norte global.
Además, el crecimiento económico eterno resulta contradictorio en sociedades que parecen haber tocado el “techo” del bienestar, que se encuentran envejecidas y que han deslocalizado gran parte de su industria a terceros países (concienciándonos tras la crisis del Covid-19) . De poco sirve celebrar un aumento en un 3% del PIB real cuando medido en poder adquisitivo (PPP) estamos estancados en niveles del 2007, por no hablar de otros indicadores de bienestar. Puede que seamos víctimas de la falsa ilusión vendida por nuestros tecnócratas sobre la magia del PIB. Es cierto que existe una correlación entre el IDH de un país y su PIB, pero en Europa nos encontramos en una etapa mucho más avanzada y con otros retos por delante. Ahora ya sabemos que el PIB no es el único instrumento para medir el desarrollo porque como está ocurriendo en muchos países el crecimiento económico no va acompañado de un equiparable desarrollo social.
Por último, el futuro de la humanidad está en las ciudades y esto plantea enormes retos en múltiples aspectos. Esto es un fenómeno que se da en todo el planeta, aunque no de igual forma: con África a la cabeza se estima que sus ciudades dupliquen en población de aquí al 2050. En cuanto al futuro de las ciudades europeas, éstas cuentan cada vez con más dificultades para situarse y mantenerse como referentes mundiales. Los problemas demográficos unidos a la antigüedad de la mayoría de nuestras ciudades europeas generan enormes retos: desde la cohesión social, la atención a la dependencia de jóvenes y mayores, la regeneración urbana, la atención sanitaria, la limpieza e higiene urbana o el potenciamiento de las actividades culturales y deportivas para ofrecer alternativas a una juventud encerrada en la era del yo digital.
Nuevamente puede que en Madrid o en las ciudades españolas estos fenómenos nos resulten algo exagerados o catastróficos, pero son la realidad en muchas zonas de varias ciudades europeas. Pensemos en el problema de la solead no deseada de nuestros mayores en los países nórdicos; el silencio y la oscuridad en las calles de muchas ciudades europeas (cuyos comercios cierran temprano y ni abren los domingos); el suicidio y el alcoholismo en jóvenes y no tan jóvenes; la suciedad y deterioro de los sistemas de transporte público; los problemas en la recogida de residuos urbanos; el aumento de las personas sin techo; el deterioro y degrado de zonas céntricas y no tan céntricas; el aumento de la inseguridad y la violencia; la peligrosidad de ciertos barrios o la presencia de roedores en los cascos urbanos son solo unos ejemplos de lo que resulta familiar en otros lugares.
Creo que la esperanza para Europa esta puesta en mantener nuestras fortalezas como referente mundial en los siguientes aspectos: materia legislativa, tecnológica, ambiental (sostenibilidad) y democrática (derechos humanos). Estos pilares son los que posicionan a Europa como el ejemplo a seguir y permiten abordar los retos a los que se enfrenta con mayor facilidad y con la mirada puesta en el futuro. Por ejemplo, en los ejemplos de avances tecnológicos en las ciudades podemos citar las papeleras urbanas con sensores, las aplicaciones móviles para señalar avisos o las nuevas formas de movilidad compartida. En los avances legislativos podríamos citar la primera regulación sobre la IA y en los avances ambientales la prohibición de plásticos y bolsas de un solo uso, la prohibición de venta de vehículos contaminantes a partir del 2035 o todas las medidas enmarcadas en el Pacto Verde Europeo. Puede que en el corto plazo estas medidas resulten incluso perjudiciales para las economías europeas, pero a largo plazo son la dirección a seguir, sobre todo si queremos mantenernos como continente ejemplar a nivel mundial.
En conclusión, diría que Europa se encuentra en un punto de inflexión en cuanto a desarrollo y prosperidad, adentrándose en una fase de grandes cambios poblacionales y geopolíticos mundiales. Quizás no somos conscientes de la situación en la que se encuentra Europa hasta que salimos de España y apreciamos todas estas diferencias. Es posible que Madrid sea una anomalía europea en cuanto a calidad de vida percibida se refiere (pensando en seguridad, limpieza, cuidado, servicios sociales, etc.). Esto no significa que lo que tenemos va a durar para siempre porque quizás España se encuentra simplemente en desfase con respecto a la fase de desarrollo (o involución) avanzada en la que se encuentran sus colegas europeas; o puede que la excepción ibérica sea verdad y que Spain realmente sea different. No obstante, tenemos grandes retos que atender por delante y España debe anticiparse a ellos antes de que sea demasiado tarde. Aunque parece que políticamente resulta más fructífero mantener a la sociedad enfrentada a través de los temas que nos dividen, pero éstos no nos llevan a ningún sitio (mejor, en todo caso).
Creo que en estos momentos no es descabellado cuestionarse si en el fondo Europa es víctima de su propio éxito. Siendo éste su sistema de bienestar, su libertad, su apertura comercial, social y migratoria. El verdadero significado de la liberté, egalité y fraternité no debe ser el tener que pasar controles de seguridad para entrar a mercadillos navideños; el encontrarse con grupos de militares armados por la calle o el percibir un dualismo des cohesionado en el entorno urbano de una misma ciudad. Puede que hayamos llegado a tal nivel de bienestar social que quizás ya no somos ni conscientes de sus implicaciones y nos hayamos centrado en otras discusiones internas, superfluas y banales. Quizás en nuestra avanzada sociedad la clave no esté en tener más (dinero, cosas), sino en ser más (feliz), en un contexto difícil, cambiante y lleno de nuevos retos marcado por una auténtica brecha generacional, porque en la Europa de ahora, los millennials difícilmente mantendrán el nivel de vida de sus padres.
Volver a recuperar la Europa de las oportunidades es una necesidad, sin que ello parezca una utopía y sin caer en la trampa del crecimiento eterno como fábula vacía. No parece que haya otro camino que mantenerse como referente legislador, medioambiental, tecnológico y democrático. De lo contrario, Europa corre el riesgo de convertirse en un granito de arena de una gran isla artificial construida por el nuevo “sur global”.