El año 1898 fue un año trágico en la historia de España, protagonizado por una serie de eventos que provocaron el hundimiento del Imperio Español como potencia global. Con la pérdida de Cuba, Puerto Rico, Guaján y Filipinas, España perdía su zona de influencia en el mar Caribe y en el océano Pacifico. A la vez que el otrora poderoso imperio español se derrumbaba, los Estados Unidos de América comenzaban a erigirse como una superpotencia mundial a través de su poderío naval y sus éxitos en el campo diplomático. Sin duda estos tristes sucesos quedaron grabados en la memoria colectiva de la generación que sufrió en carne propia esta humillación, y fueron el germen de una nueva corriente intelectual que buscó a través del pensamiento y de la literatura, replantear los cimientos sobre los cuales se apoyaba el sistema español, además de ir más allá y repensar la identidad española en sí misma.
Ante esta introducción algún lector se preguntará, qué utilidad aporta la descripción de una cuestión histórica del siglo XIX para analizar la coyuntura actual de la política exterior española. Por ello resulta preciso explicar que la intención de este artículo es demostrar que, en las últimas décadas, producto de la puesta en práctica de una política exterior ineficaz, carente de objetivos, sumisa frente a los intereses de otros actores internacionales y desprovista de una continuidad a través de los diferentes gobiernos, España ha visto reducida su presencia en el mundo de forma drástica. Con un impacto negativo para los intereses nacionales igual o superior, al que supuso la pérdida de los territorios mencionados anteriormente.
La debacle de la política exterior española en las últimas décadas adquiere un carácter aún más negativo en la comparación, porque los sucesos del 98 fueron inevitables, dada la inestabilidad política y la debilidad económica y militar, de una España que no pudo hacer frente al nacimiento de los EE. UU como potencia global. La derrota del 98 fue una derrota dura pero digna. Digna porque los soldados y marinos españoles lucharon hasta la muerte de manera honrosa enfrentado a un enemigo muy superior, y defendieron sus posiciones hasta el final, como es el caso de los lamentablemente olvidados héroes de Baler en Filipinas o las escuadras que intentaron sortear el bloqueo estadounidense en las aguas de Cavite y Santiago de Cuba.
A diferencia del ejemplo histórico mencionado, el deterioro de la proyección de España en el mundo y la ineficacia a la hora de defender sus intereses en los últimos años no es producto de una situación inevitable sino todo lo contrario. La España actual es una España mucho más rica, desarrollada y estable que durante la regencia de María Cristina de Habsburgo, y sin embargo es una España que en muchos aspectos del plano internacional roza la insignificancia. Esta lamentable situación se debe a la ausencia de una voluntad política que priorice la defensa de los intereses y valores nacionales, por sobre todas las cosas. Desde hace décadas España no cuenta con una política exterior autónoma y soberana, y el resultado está a la vista de todos. Los sucesivos gobiernos democráticos, desde el primer gobierno de Adolfo Suárez hasta la actualidad, han fallado a la hora de elaborar una política exterior eficaz, autónoma y coherente.
Como ya sabemos, en reiteradas ocasiones los procesos históricos tienen un punto de inflexión que modifica sustancialmente el devenir de los mismos. Y la evolución de la política exterior española no es la excepción. El asesinato del almirante Luis Carrero Blanco en diciembre del año 1973 constituyó un golpe letal para las ambiciones españolas de sostener una política exterior autónoma. El almirante era una figura incomoda tanto para los intereses de la política exterior estadounidense como para algunos miembros del régimen que buscaban un mayor acercamiento con Washington y sus aliados de la OTAN. No es coincidencia, que, tras la desaparición física de Carrero Blanco, en un breve periodo de tiempo España diera marcha atrás con su sueño nuclear a pesar de contar con un programa propio muy avanzado, cediera el control del Sahara Occidental, y se dieran una serie de pasos cruciales que luego derivarían en la entrada en la OTAN. Con la muerte del entonces presidente del Gobierno, España perdió a una de las principales figuras que se oponían a un alineamiento total con Washington y defendían a ultranza la necesidad de convertirse en una potencia nuclear.
Durante los últimos años de vida de Francisco Franco y tras su muerte, España cedió en multiplicidad de ocasiones para contentar a sus aliados europeos y atlánticos Esto provocó una pérdida muy significativa de autonomía a la hora de configurar sus alianzas y defender sus intereses. Mirando estos eventos en retrospectiva, muy distinta sería la situación actual de la defensa europea si España contara con un programa nuclear propio, que sumado al de Francia reducirían de manera drástica la dependencia de los EE.UU. Muy distinta sería la balanza de poder entre el Reino de España y el Reino de Marruecos si fuera España una potencia nuclear.
No existen dudas que desde hace décadas España ha subordinado sus intereses a los de la Unión Europea y los Estados Unidos de América. Y esto se debe, a que, tras la llegada de la democracia, la dirigencia política española visualizó que la solución para los problemas españoles era su integración en la Europa comunitaria y su entrada en el paraguas defensivo de los EE.UU materializado en la Organización del Tratado del Atlántico Norte. A pesar del evidente criticismo vertido a lo largo del artículo, resulta justo y necesario, recordar que son muy significativos los avances logrados en una diversidad de áreas, tras la incorporación de España en lo que hoy llamamos Unión Europea, y el progreso económico que esto trajo a España.
Sin embargo, los avances en materia de política exterior y relativos a la presencia de España en el mundo no son tan significativos. Los sucesivos gobiernos españoles han cedido la iniciativa en el ámbito internacional y se han acoplado a decisiones tomadas en otras capitales. Frente a esta situación es necesario preguntarse cuán correcto resulta delegar la defensa de los intereses nacionales en quienes se llenan la boca hablando del respeto de la integridad territorial y la soberanía de los estados, en el caso de Ucrania, y miran hacia otro lado cuando España reclama por la cuestión de Gibraltar o fuerzan a España a alcanzar acuerdos con Marruecos, mientras el reino de la dinastía alauí se niega a reconocer la soberanía española sobre Ceuta y Melilla. Qué legitimidad tienen para defender los intereses de España, sus aliados, quienes han intervenido utilizando la fuerza militar en Serbia, violando su integridad territorial y promoviendo a través de la fuerza la secesión de una de sus provincias.
Lo sucedido en la región de Kosovo y Metojia es un claro ejemplo de la hipocresía con la que actúan los estados miembros de la OTAN en el plano internacional. Kosovo es la cuna histórica y espiritual del pueblo serbio. Kosovo es para Serbia lo que Covadonga es para España. Cuesta imaginarse las fatídicas consecuencias que tendría para España, la creación de un estado musulmán en las tierras de Don Pelayo. Y, sin embargo, España apoyó como tantos otros estados, los bombardeos sobre Serbia a finales de la década de los 90. Con respecto a esta cuestión el Reino de España no ha reconocido la independencia de Kosovo, pero ha dado un sinfín de pasos que ayudan a normalizar y facilitar la existencia de Kosovo como estado reconocido internacionalmente. El último de estos pasos se ha dado hace pocos días y consiste en el reconocimiento del pasaporte kosovar. Increíblemente el gobierno de España reconoce como valido el pasaporte de un estado al que no reconoce, una vez más traicionando al pueblo serbio y fomentando la violación de su integridad territorial.
El caso de Kosovo también debe de servirnos para denunciar que la política exterior española no solo falla a la hora de defender los intereses nacionales, sino también a la hora de defender y promover los valores asociados a la nación española. Es imposible entender España, sin sus raíces cristianas y la influencia que el catolicismo ha tenido y continúa teniendo en los españoles. Es nuestra obligación preguntarnos qué hace España por nuestros hermanos cristianos que sufren el acoso y la persecución alrededor del mundo. Pues tengo la respuesta: poco y nada. Cuando el gobierno reconoce la validez de los pasaportes kosovares se olvida de la persecución que sufren los cristianos en el norte de Kosovo. Cuando España apoyó la invasión de Irak nadie pensó en los intereses de los cristianos en Irak, que eran protegidos por el régimen de Sadam Hussein. Tampoco es suficiente el esfuerzo realizado por España para lograr que los EE. UU dejen de lado el bloqueo inhumano e inmoral impuesto a un pueblo hermano como el cubano, o el esfuerzo realizado para detener las masacres de cristianos en países como Nigeria.
Otro de los problemas derivados de delegar en otros estados la toma decisiones en materia de asuntos exteriores, radica en el hecho de que en muchos casos las relaciones entre España y otras nacionales hispánicas se dan en el marco de la UE. No me parece normal que las relaciones con los hermanos países hispanoamericanos se desarrollen en este marco. No resulta idóneo que España delegue en Bruselas la relación con un país como Cuba donde una enorme mayoría de la población es descendiente de españoles, donde una de cada cuatro empresas existentes es española y donde España ha estado presente más de 500 años. Tampoco es normal que España no cumpla un rol determinante en las negociaciones para dar una solución política a los conflictos existentes en Venezuela, Nicaragua y Colombia.
Resulta evidente que España debe mantener una buena relación con sus aliados, pero no debe de olvidar que la defensa de sus intereses no siempre es compatible con los de otros estados. A la hora de explicar este fenómeno de discrepancias entre aliados, existen multiplicidad de casos. Por ejemplo, el Reino Unido dice mantener muy buenas relaciones con España y sin embargo se niega a sentarse en la mesa y discutir de forma seria la cuestión de Gibraltar. En el caso de Francia, durante largos años el estado francés ha dado cobijo y protección a miembros de ETA que se escondían en su territorio y realizaban acciones bajo la impunidad que el gobierno de París les otorgaba, a quienes Francia llamaba luchadores por la libertad. Resulta curioso que llamaran luchadores por la libertad a los miembros de ETA, mientras al sur de los Pirineos el pueblo vasco contaba con un parlamento, fueros, una política de revitalización del euskera, una bandera y demás instituciones, al norte de los Pirineos el sistema centralista francés no otorga ninguna de estas garantías a los vascos. Otro ejemplo más reciente y más cercano, es el acuerdo firmado por la República Italiana para proveerse de gas argelino a un mejor precio, aprovechándose de la debilidad española producto del reconocimiento del plan marroquí para el Sahara Occidental.
En los últimos párrafos me he centrado en los problemas relacionados con la delegación de la defensa de los intereses nacionales en otros estados y organizaciones, pero este no es el único problema de la política exterior del Reino de España. Los españoles y nuestra clase dirigente debemos hacer una profunda autocrítica. En un sistema democrático como el español, los ciudadanos somos partícipes de la toma de decisiones y debemos exigir a quienes elaboran la política exterior y la ejecutan, que rindan cuentas. Hace unos días el gobierno de España ha anunciado que no participará en la operación Guardián de la Prosperidad que busca evitar que persistan los ataques de los rebeldes hutíes en el Mar Rojo y de esta manera evitar una disrupción del comercio internacional. El problema no radica en el hecho de que España no participe en la operación, sino en el hecho de que los ciudadanos no sabemos el motivo de la no participación. Si la decisión se basa en el miedo a una posible represalia, el gobierno estaría incurriendo en un error. Porque en esta materia, las decisiones nunca deben tomarse desde el miedo, sino a través de un análisis profundo y desde la valentía exigida para defender a la patria y los intereses nacionales. Tampoco debemos caer en el error de abrazar la pasividad, dejando que otros actúen, para de esta manera evitar conflictos y consecuencias.
El Reino de España debe perseguir una política exterior activa, porque su historia, el sacrificio y el heroísmo de miles de hombres y mujeres a lo largo de la historia así lo exige. Es necesario volcarse una vez más en el estudio y análisis de nuestra historia para entender que no podemos tolerar el paupérrimo estado actual de nuestras relaciones con el resto del mundo y en especial con ciertas áreas que mantienen vínculos muy estrechos con España como Hispanoamérica, Filipinas, Guinea Ecuatorial, el Sahara Occidental etc. Por su parte el reclamo de soberanía sobre Gibraltar debe constituir un eje central e inalterable de nuestra política exterior.
« Esta lamentable situación se debe a la ausencia de una voluntad política que priorice la defensa de los intereses y valores nacionales, por sobre todas las cosas. Desde hace décadas España no cuenta con una política exterior autónoma y soberana, y el resultado está a la vista de todos »
El año 1898 fue un año trágico en la historia de España, protagonizado por una serie de eventos que provocaron el hundimiento del Imperio Español como potencia global. Con la pérdida de Cuba, Puerto Rico, Guaján y Filipinas, España perdía su zona de influencia en el mar Caribe y en el océano Pacifico. A la vez que el otrora poderoso imperio español se derrumbaba, los Estados Unidos de América comenzaban a erigirse como una superpotencia mundial a través de su poderío naval y sus éxitos en el campo diplomático. Sin duda estos tristes sucesos quedaron grabados en la memoria colectiva de la generación que sufrió en carne propia esta humillación, y fueron el germen de una nueva corriente intelectual que buscó a través del pensamiento y de la literatura, replantear los cimientos sobre los cuales se apoyaba el sistema español, además de ir más allá y repensar la identidad española en sí misma.
Ante esta introducción algún lector se preguntará, qué utilidad aporta la descripción de una cuestión histórica del siglo XIX para analizar la coyuntura actual de la política exterior española. Por ello resulta preciso explicar que la intención de este artículo es demostrar que, en las últimas décadas, producto de la puesta en práctica de una política exterior ineficaz, carente de objetivos, sumisa frente a los intereses de otros actores internacionales y desprovista de una continuidad a través de los diferentes gobiernos, España ha visto reducida su presencia en el mundo de forma drástica. Con un impacto negativo para los intereses nacionales igual o superior, al que supuso la pérdida de los territorios mencionados anteriormente.
La debacle de la política exterior española en las últimas décadas adquiere un carácter aún más negativo en la comparación, porque los sucesos del 98 fueron inevitables, dada la inestabilidad política y la debilidad económica y militar, de una España que no pudo hacer frente al nacimiento de los EE. UU como potencia global. La derrota del 98 fue una derrota dura pero digna. Digna porque los soldados y marinos españoles lucharon hasta la muerte de manera honrosa enfrentado a un enemigo muy superior, y defendieron sus posiciones hasta el final, como es el caso de los lamentablemente olvidados héroes de Baler en Filipinas o las escuadras que intentaron sortear el bloqueo estadounidense en las aguas de Cavite y Santiago de Cuba.
A diferencia del ejemplo histórico mencionado, el deterioro de la proyección de España en el mundo y la ineficacia a la hora de defender sus intereses en los últimos años no es producto de una situación inevitable sino todo lo contrario. La España actual es una España mucho más rica, desarrollada y estable que durante la regencia de María Cristina de Habsburgo, y sin embargo es una España que en muchos aspectos del plano internacional roza la insignificancia. Esta lamentable situación se debe a la ausencia de una voluntad política que priorice la defensa de los intereses y valores nacionales, por sobre todas las cosas. Desde hace décadas España no cuenta con una política exterior autónoma y soberana, y el resultado está a la vista de todos. Los sucesivos gobiernos democráticos, desde el primer gobierno de Adolfo Suárez hasta la actualidad, han fallado a la hora de elaborar una política exterior eficaz, autónoma y coherente.
Como ya sabemos, en reiteradas ocasiones los procesos históricos tienen un punto de inflexión que modifica sustancialmente el devenir de los mismos. Y la evolución de la política exterior española no es la excepción. El asesinato del almirante Luis Carrero Blanco en diciembre del año 1973 constituyó un golpe letal para las ambiciones españolas de sostener una política exterior autónoma. El almirante era una figura incomoda tanto para los intereses de la política exterior estadounidense como para algunos miembros del régimen que buscaban un mayor acercamiento con Washington y sus aliados de la OTAN. No es coincidencia, que, tras la desaparición física de Carrero Blanco, en un breve periodo de tiempo España diera marcha atrás con su sueño nuclear a pesar de contar con un programa propio muy avanzado, cediera el control del Sahara Occidental, y se dieran una serie de pasos cruciales que luego derivarían en la entrada en la OTAN. Con la muerte del entonces presidente del Gobierno, España perdió a una de las principales figuras que se oponían a un alineamiento total con Washington y defendían a ultranza la necesidad de convertirse en una potencia nuclear.
Durante los últimos años de vida de Francisco Franco y tras su muerte, España cedió en multiplicidad de ocasiones para contentar a sus aliados europeos y atlánticos Esto provocó una pérdida muy significativa de autonomía a la hora de configurar sus alianzas y defender sus intereses. Mirando estos eventos en retrospectiva, muy distinta sería la situación actual de la defensa europea si España contara con un programa nuclear propio, que sumado al de Francia reducirían de manera drástica la dependencia de los EE.UU. Muy distinta sería la balanza de poder entre el Reino de España y el Reino de Marruecos si fuera España una potencia nuclear.
No existen dudas que desde hace décadas España ha subordinado sus intereses a los de la Unión Europea y los Estados Unidos de América. Y esto se debe, a que, tras la llegada de la democracia, la dirigencia política española visualizó que la solución para los problemas españoles era su integración en la Europa comunitaria y su entrada en el paraguas defensivo de los EE.UU materializado en la Organización del Tratado del Atlántico Norte. A pesar del evidente criticismo vertido a lo largo del artículo, resulta justo y necesario, recordar que son muy significativos los avances logrados en una diversidad de áreas, tras la incorporación de España en lo que hoy llamamos Unión Europea, y el progreso económico que esto trajo a España.
Sin embargo, los avances en materia de política exterior y relativos a la presencia de España en el mundo no son tan significativos. Los sucesivos gobiernos españoles han cedido la iniciativa en el ámbito internacional y se han acoplado a decisiones tomadas en otras capitales. Frente a esta situación es necesario preguntarse cuán correcto resulta delegar la defensa de los intereses nacionales en quienes se llenan la boca hablando del respeto de la integridad territorial y la soberanía de los estados, en el caso de Ucrania, y miran hacia otro lado cuando España reclama por la cuestión de Gibraltar o fuerzan a España a alcanzar acuerdos con Marruecos, mientras el reino de la dinastía alauí se niega a reconocer la soberanía española sobre Ceuta y Melilla. Qué legitimidad tienen para defender los intereses de España, sus aliados, quienes han intervenido utilizando la fuerza militar en Serbia, violando su integridad territorial y promoviendo a través de la fuerza la secesión de una de sus provincias.
Lo sucedido en la región de Kosovo y Metojia es un claro ejemplo de la hipocresía con la que actúan los estados miembros de la OTAN en el plano internacional. Kosovo es la cuna histórica y espiritual del pueblo serbio. Kosovo es para Serbia lo que Covadonga es para España. Cuesta imaginarse las fatídicas consecuencias que tendría para España, la creación de un estado musulmán en las tierras de Don Pelayo. Y, sin embargo, España apoyó como tantos otros estados, los bombardeos sobre Serbia a finales de la década de los 90. Con respecto a esta cuestión el Reino de España no ha reconocido la independencia de Kosovo, pero ha dado un sinfín de pasos que ayudan a normalizar y facilitar la existencia de Kosovo como estado reconocido internacionalmente. El último de estos pasos se ha dado hace pocos días y consiste en el reconocimiento del pasaporte kosovar. Increíblemente el gobierno de España reconoce como valido el pasaporte de un estado al que no reconoce, una vez más traicionando al pueblo serbio y fomentando la violación de su integridad territorial.
El caso de Kosovo también debe de servirnos para denunciar que la política exterior española no solo falla a la hora de defender los intereses nacionales, sino también a la hora de defender y promover los valores asociados a la nación española. Es imposible entender España, sin sus raíces cristianas y la influencia que el catolicismo ha tenido y continúa teniendo en los españoles. Es nuestra obligación preguntarnos qué hace España por nuestros hermanos cristianos que sufren el acoso y la persecución alrededor del mundo. Pues tengo la respuesta: poco y nada. Cuando el gobierno reconoce la validez de los pasaportes kosovares se olvida de la persecución que sufren los cristianos en el norte de Kosovo. Cuando España apoyó la invasión de Irak nadie pensó en los intereses de los cristianos en Irak, que eran protegidos por el régimen de Sadam Hussein. Tampoco es suficiente el esfuerzo realizado por España para lograr que los EE. UU dejen de lado el bloqueo inhumano e inmoral impuesto a un pueblo hermano como el cubano, o el esfuerzo realizado para detener las masacres de cristianos en países como Nigeria.
Otro de los problemas derivados de delegar en otros estados la toma decisiones en materia de asuntos exteriores, radica en el hecho de que en muchos casos las relaciones entre España y otras nacionales hispánicas se dan en el marco de la UE. No me parece normal que las relaciones con los hermanos países hispanoamericanos se desarrollen en este marco. No resulta idóneo que España delegue en Bruselas la relación con un país como Cuba donde una enorme mayoría de la población es descendiente de españoles, donde una de cada cuatro empresas existentes es española y donde España ha estado presente más de 500 años. Tampoco es normal que España no cumpla un rol determinante en las negociaciones para dar una solución política a los conflictos existentes en Venezuela, Nicaragua y Colombia.
Resulta evidente que España debe mantener una buena relación con sus aliados, pero no debe de olvidar que la defensa de sus intereses no siempre es compatible con los de otros estados. A la hora de explicar este fenómeno de discrepancias entre aliados, existen multiplicidad de casos. Por ejemplo, el Reino Unido dice mantener muy buenas relaciones con España y sin embargo se niega a sentarse en la mesa y discutir de forma seria la cuestión de Gibraltar. En el caso de Francia, durante largos años el estado francés ha dado cobijo y protección a miembros de ETA que se escondían en su territorio y realizaban acciones bajo la impunidad que el gobierno de París les otorgaba, a quienes Francia llamaba luchadores por la libertad. Resulta curioso que llamaran luchadores por la libertad a los miembros de ETA, mientras al sur de los Pirineos el pueblo vasco contaba con un parlamento, fueros, una política de revitalización del euskera, una bandera y demás instituciones, al norte de los Pirineos el sistema centralista francés no otorga ninguna de estas garantías a los vascos. Otro ejemplo más reciente y más cercano, es el acuerdo firmado por la República Italiana para proveerse de gas argelino a un mejor precio, aprovechándose de la debilidad española producto del reconocimiento del plan marroquí para el Sahara Occidental.
En los últimos párrafos me he centrado en los problemas relacionados con la delegación de la defensa de los intereses nacionales en otros estados y organizaciones, pero este no es el único problema de la política exterior del Reino de España. Los españoles y nuestra clase dirigente debemos hacer una profunda autocrítica. En un sistema democrático como el español, los ciudadanos somos partícipes de la toma de decisiones y debemos exigir a quienes elaboran la política exterior y la ejecutan, que rindan cuentas. Hace unos días el gobierno de España ha anunciado que no participará en la operación Guardián de la Prosperidad que busca evitar que persistan los ataques de los rebeldes hutíes en el Mar Rojo y de esta manera evitar una disrupción del comercio internacional. El problema no radica en el hecho de que España no participe en la operación, sino en el hecho de que los ciudadanos no sabemos el motivo de la no participación. Si la decisión se basa en el miedo a una posible represalia, el gobierno estaría incurriendo en un error. Porque en esta materia, las decisiones nunca deben tomarse desde el miedo, sino a través de un análisis profundo y desde la valentía exigida para defender a la patria y los intereses nacionales. Tampoco debemos caer en el error de abrazar la pasividad, dejando que otros actúen, para de esta manera evitar conflictos y consecuencias.
El Reino de España debe perseguir una política exterior activa, porque su historia, el sacrificio y el heroísmo de miles de hombres y mujeres a lo largo de la historia así lo exige. Es necesario volcarse una vez más en el estudio y análisis de nuestra historia para entender que no podemos tolerar el paupérrimo estado actual de nuestras relaciones con el resto del mundo y en especial con ciertas áreas que mantienen vínculos muy estrechos con España como Hispanoamérica, Filipinas, Guinea Ecuatorial, el Sahara Occidental etc. Por su parte el reclamo de soberanía sobre Gibraltar debe constituir un eje central e inalterable de nuestra política exterior.