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    El sentido de la pena

    Miguel Fernández-BailloEl sentido de la pena5 de mayo de 2024

    I. Los comienzos, más si lo que se empieza es nuevo para uno, siempre suscitan algo de miedo. Para mí, un defensor de las rutinas como motor de vida, adentrarme por vez primera en un proyecto novedoso genera un inevitable vértigo que trato de ocultar en algún rinconcito interior, procurando – sin mucho éxito – que no se me note en exceso. Con este artículo plagado de incoherencias que alguno de ustedes tendrá el coraje de leer, me estreno como redactor en Verum Libertas. Les confieso que lo hago algo abrumado, no solo porque me presento ante unos lectores que sé, de primera mano, no son un grupo cualquiera; sino también porque tendré el privilegio de compartir espacio con un equipo de enorme valía y nivel, para con el que espero estar a la altura.

    Antes de empezar a desvariar por aquí y por terminar con cualquier posible atisbo de cursilería inicial por mi parte, quisiera hacer uso de la libertad absoluta que se me brinda como redactor para agradecer la oportunidad que Verum Libertas me ha brindado y la confianza en mí depositada, una confianza que espero ser capaz de devolver en forma de artículos al nivel de lo que aquí se acostumbra. Así también, transmitirles a ustedes, los lectores, mi alegría por estrenarme en un espacio como este y mi deseo de encontrarnos por estas líneas muchas veces más. En una ocasión leí un artículo en el que mi admirado Daniel de Fernando decía que “la virtud reside en actuar de forma contraria a lo que nuestro tiempo propone”. ¡Cuánta razón! Sí pues, sin ser yo un hombre virtuoso – más bien, al contrario –, procuraré ofrecerles aquí un mínimo de reflexión y pensamiento, que es, en definitiva, algo contrario a lo que nuestro tiempo propone pero, a su vez, algo que Verum Libertas persigue con arrojo.

    II. Esta semana hemos conocido las últimas noticias sobre el caso de Pepe Lomas, el librero octogenario que acabó con la vida de un sujeto que había entrado en su vivienda de madrugada en la provincia de Ciudad Real. El Tribunal del Jurado había considerado que Lomas, quien disparó su arma en hasta tres ocasiones durante aquella noche, es culpable de un delito de homicidio con dolo eventual, si bien es cierto, siete de sus nueve miembros votaron a favor de aplicarle los eximentes de «anomalía» o «alteración psíquica», así como un atenuante por la confesión ante la Policía Nacional. La decisión del Jurado ha generado todo tipo de opiniones al respecto, suscitando un debate acerca de la responsabilidad penal del anciano y dando paso a una interesante discusión e intercambio de argumentos enfrentados incluso entre penalistas de prestigio.

    No objetaré nada al respecto de las consideraciones – que las hay y muchas – categóricas y sentenciadoras de quienes parten de un relato falso o no conocen la realidad. Como siempre digo, en derecho todo admite debate. No obstante, para ello debemos partir de una base común que es, en nuestro caso, los hechos probados; al menos una vez determinados estos y, por supuesto, a estas alturas del proceso. Tampoco explicaré aquí el caso ni haré una disertación académica sobre la legítima defensa como causa de justificación contemplada en el Código Penal, y no lo haré puesto que este artículo no pretende centrarse sobre este punto. Aquí, por si alguno se queda con ganas de conocer algo más sobre la legítima defensa aplicada al caso concreto, recomiendo la lectura de una magnifica explicación sobre este asunto realizada por mi querido Javier Huerta, en la que desentraña cada uno de los requisitos legales previstos.

    III. Dejando a un lado las consideraciones sobre la estrategia de la defensa – a toro pasado ya saben –, la impresión que genera la declaración de Lomas es la de un acusado que no cuenta con una preparación previa suficiente para hablar y responder a las preguntas del fiscal, más aún dada las especificidades de la legítima defensa. Por cierto, la actuación de la fiscalía, a quienes muchos han criticado por su intensidad, era precisamente propicia para que Lomas saliese airoso del enredo. Tampoco parece muy propicio – al menos, no a un humilde servidor – plantear una legítima defensa habiendo realizado Lomas tres disparos, invirtiendo tiempo en cargar el arma en un cuarto y salir a rematar al sujeto intruso, mientras apenas se explota la vía de la existencia del miedo insuperable como causa de exención de la responsabilidad o la imposibilidad por escoger otra respuesta frente a la situación planteada (ad impossibilia nemo tenetur).  Sea como fuera, el octogenario ha sido considerado culpable por parte del Jurado y será calificado, penalmente, como un homicida.

    A veces y en casos de este tipo, no sólo pecan los legos en derecho, quizás y más lo hacen los expertos en la materia al centrar sus justificaciones en el carácter insalvable del texto normativo, entregándose en cuerpo y alma al purismo de la ley y dando la espalda a otras consideraciones a las que también se debe, y mucho, el derecho penal. La rama penal del derecho no puede sino entenderse a partir del concepto de la pena. La pena es al derecho penal lo que la uva al vino. Sin la existencia de una no será posible hablar de la otra, recurriendo entonces a una rama distinta del derecho como a otra bebida en lugar de al vino.

    El eje vertebrador del derecho penal – esto es, la pena – ha sido objeto de debate durante siglos. El concepto de pena, su significado, su función y su fin han copado el debate penal durante años y, por supuesto, no será un humilde estudiante de derecho el que aporte más contenido a este elevado asunto que no está, ni de lejos, a mi alcance. Lo que sí haré y sacando a colación el caso de Pepe Lomas, será una breve explicación acompañada de algunas consideraciones al respecto del sentido de la pena, invitando a una posible discusión interna de cada uno sobre el caso del octogenario.

    IV. Sabemos que el derecho penal es la barrera última del derecho y, como tal, esa barrera no puede ser sino castigo. La pena es pues, en primer momento, un castigo en tanto en cuanto implica una privación de un derecho reconocido. Esta privación de derechos, a su vez, cumple una función concreta, sin que dicha privación pueda producirse nunca a la ligera. La pena castiga así una lesión de un derecho, privando de otro derecho por ello a quien lesiona el bien jurídico inicial. De aquí se desprende la función – que no debe olvidarse – de la pena: la protección de los derechos que el ordenamiento nos reconoce y que cuya integridad es considerada por la justicia penal como un bien digno de salvaguardar. Hasta ahora tenemos concepto (castigo) y tenemos función (protección), ¿qué hay de la finalidad?

    El fin de la pena es principalmente uno, aunque en una doble vertiente. Lo que se pretende con ella es la evitación de delitos en un momento futuro mediante la intimidación del castigo. La pena funciona a modo de advertencia diciendo “hay una pena para este tipo delictivo, cuidado”. Cumple aquí la pena un efecto disuasorio para con el acción u omisión delictiva. En este punto se despliega esa doble vertiente de la que hablábamos inicialmente: una primera hacia el conjunto social siendo este el motivo por el cual se legisla, la ciudadanía y su bienestar. Entiéndase así, no queremos que nadie cometa un delito contra la salud pública, así que vamos a penar estas conductas concretas para que el cuerpo social no se decante por su puesta en práctica. La segunda vertiente actúa, por el contrario, desde el plano individual y respecto del delincuente que debe ser penado para que no repita la comisión del hecho delictivo que ya ha realizado.

    En cuanto a la orientación de la pena dentro de nuestro ordenamiento jurídico, debemos hablar, por imperativo legal – me permitirán hacer uso de esta expresión aquí aprovechando el ámbito en el que nos movemos –, del artículo 25 de la Constitución cuyo apartado segundo reza lo siguiente: “Las penas privativas de libertad y las medidas de seguridad estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social y no podrán consistir en trabajos forzados”. Por tanto, tal y como establece el texto constitucional, la correcta imposición de la pena debe ir encaminada a una reeducación y reinserción del penado, cabiendo preguntarse entonces si toda aquella persona quien se le imponga una pena tiene necesidad de reinsertarse o, por el contrario, hay penados que están perfectamente insertados en la sociedad.

    V. En síntesis, hemos hablado de la pena como castigo y como elemento preventivo. Uno de los mejores penalistas de nuestro país, como fue Cobo del Rosal, unificó esto último a la perfección en un enunciado en el que dice que la pena no es más que “el mal que la ley, y solamente la ley, señala a los criminales, ora para hacerles expiar su crimen, ora para intimidar a otros que pudieran cometerlo, satisfaciendo y garantizando de este modo la sociedad, en sus instintos y en sus justos temores”.

    Según don Manuel Cobo del Rosal, de ese mal que se impone al criminal a modo de expiación por los actos cometidos o como elemento disuasorio frente al posible mal del alma humana, deriva una idea última vinculada al concepto de sociedad, esto es, la concreta satisfacción y protección de la comunidad de hombres. En esta definición, Cobo del Rosal utiliza el verbo expiar, introduciendo así la pena como una retribución. Se trata de una visión propia de la doctrina aristotélica o de la postura de Santo Tomás de Aquino, en cuanto es la pena concebida como el castigo a imponer tras un comportamiento o hecho – el delito – que se hace necesario expiar. Se impone una pena como respuesta al pecado, en este caso, como respuesta al delito: punitur quia peccatum est.

    Sabemos ya que, de la pena – en tanto respuesta del derecho penal frente a un hecho delictivo – derivan tres realidades concretas: la primera es una evitación futura del hecho delictivo, la segunda la protección de un derecho lesionado y, por último, el castigo como consecuencia de dicha lesión. Partiendo de la base de que es absolutamente posible comprender – Código Penal en mano – la apreciación de culpabilidad por parte del Jurado hacia el señor Lomas dadas las circunstancias concretas del caso, la explicación teleológica de la pena y el para qué de ella debería llevarnos a una reflexión algo más profunda que trascienda las barreras del puro legalismo. Sabiendo que cada una de las penas elaboradas por el legislador responden a una serie de valores e ideas en ocasiones abstractas, podríamos considerar hasta qué punto la pena impuesta sirve o no a estos.

    VI. ¿Penalmente la conducta del señor Lomas es punible? Sí, no estoy diciendo que no. ¿Penar a este señor es un castigo que se debe pagar – remuneratio – como consecuencia de la comisión de un delito? Sí. ¿Con la pena se está asegurando una disuasión de este comportamiento de cara al resto de la sociedad? Pues depende, con respecto a lesionar la vida como bien jurídico sí, con respecto a entrar en un domicilio privado no lo tengo tan claro. Veamos ahora la cuestión desde el ámbito de la utilidad individual. ¿Se está pretendiendo con la pena persuadir a Lomas de cometer de nuevo el hecho delictivo? Mejor aún, ¿existe la posibilidad real de que, en caso de ausencia de la pena pertinente, el octogenario vaya por ahí resquebrajando tiros sobre el vientre de las personas con las que se cruce yendo a comprar el pan? ¿Está respondiendo en este caso la pena a la finalidad y a la función para la que, hemos dicho, nace?

    Si la pena a imponer – que en este caso lesiona un derecho fundamental como es la libertad individual – no responde al fin pretendido ni cumple su función, por muy cierta que sea la condena, que como ya he dicho lo es con el código penal en la mano, ¿debe ser esta impuesta? Más bien, ¿es la pena deseable? Podemos plantear diversas cuestiones a propósito de esta situación. También he dicho siempre que no se puede legislar a partir de un caso concreto, al menos, no como regla general. Interesante a partir de aquí es, por supuesto, el debate acerca de si realmente existe una violencia legítima por parte de quién no lesiona un bien jurídico primeramente sino que, de hacerlo, lo hace como consecuencia de una lesión previa sufrida, esto es, vis vi repellere licet o el derecho a repeler la violencia con propia violencia. En cierta medida, todas estas desordenadas lucubraciones no son sino debates relacionados con la legítima defensa y los límites, tenidos o a tener, que a esta afecten; centrados, especialmente, sobre el posible aumento del margen admisible en la necesidad y racionalidad del medio empleado.

    VII. Sea como fuere, ni tengo las respuestas ni deseo aburrirles más con este debate, tan solo invitarles, una vez más, a la reflexión. Quizás y para situaciones de este estilo esté contemplada la figura del indulto en nuestro ordenamiento jurídico. Que es, por otra parte, una figura que ha sido deliberadamente pervertida y ensuciada en nuestro país. Sobre esto último, es de justicia indicar que ese uso del indulto como instrumento destinado a ponzoñosos fines dentro de la política no es exclusivo de las últimas legislaturas, como tampoco se limita a unas siglas concretas, sino que viene haciéndose desde tiempo atrás y por gobiernos de signo opuesto – todo lo opuesto que pueden ser los partidos que tradicionalmente han gobernado España –. Sin más, hasta aquí mi primera andadura junto a ustedes. Un placer y nos vemos en la próxima ocasión. Sean siempre felices.

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