Miguel Fernández-Baíllo SantosEstudiante de Derecho en la Universidad Complutense de Madrid.
Madrileño orgulloso, de los que les gusta el cocido también en verano. Me pueden encontrar en cualquier bar cutre con barra plateada o, si es temporada de toros, en Las Ventas. Me creo filósofo y no soy, en absoluto, racional.
De lo pequeño a lo grande, de abajo hacia arriba. Sobre lo sencillo y lo verdadero
Fue Chesterton quién destapó una clasificación de entre los cuatro tipos básicos de personajes que parecen resumir nuestra existencia: San Jorge, la princesa, el malvado padre de la princesa y el dragón. Sobre estas figuras – sostiene Chesterton – se proyectan los límites reales de la tolerancia, que son cuatro: la virtud activa que destruye el mal, la virtud pasiva que lo soporta, la ignorancia que lo permite y, en última instancia, el mal en cuestión. Pensando sobre esto – ya ven, alguno en ocasiones procura darle un mínimo uso a su cabeza – construí una equivalencia posiblemente absurda e irrelevante con respecto a nuestros días. Y como en Verum Libertas nos gusta y mucho eso de las reflexiones, por aquí van estas líneas.
Tengo la impresión infundada y quizás errónea de que cada vez más gente – especialmente los jóvenes – empieza a adentrase en un camino de cansancio y hartazgo para con esa virtud pasiva y callada que, con su silencio cómplice y su cobarde aquiescencia, soporta y permite tanto al mal como a los que abiertamente lo promueven, lo que los lleva en no pocas ocasiones a colaborar con la iniquidad tanto o más que estos últimos. En esas, parece que algunos dentro del cosmos nada envidiable de los partidos políticos han reparado en que ya hay demasiado virtuoso pasivo y necesitamos otra propuesta alternativa, una visión diferente que merezca la pena ser defendida, que convenza por su fin pretendido encaminado hacia causas nobles y que, en última instancia, se sustente sobre una virtud que no sea tímida ni permisiva con lo que no comparte, sino una virtud activa que no busque un consenso a costa de dejar de enfrentarse con lo que está mal en el mundo.
Sobre esto último no puedo no acordarme de aquella tercera de Julito Llorente en el ABC sobre esto del consenso: «No niego la necesidad de que haya convicciones compartidas; sólo remarco la urgencia de que también sean verdaderas. Estamos menos llamados a determinar verdades incuestionables que a descubrirlas en la naturaleza de las cosas. La sociedad no debería cimentarse sobre un acuerdo que la mayoría de sus integrantes tuvo a bien contraer en algún momento de su existencia; debería cimentarse sobre un puñado de verdades que ni la más abrumadora de las mayorías pudiera abolir. No debería asentarse sobre un pacto, sino sobre un descubrimiento; nunca sobre un acuerdo alcanzado, sino sobre un bien reconocido. El problema del consenso no estriba en que sea antidemocrático; estriba, de algún modo, en que es demasiado democrático».
Y en esto de Julito, en el asentamiento sobre el descubrimiento y no en el consenso por el consenso, es dónde yo comienzo a entrever a mucha gente y, lo que es más esperanzador todavía, esa posición parece echar raíces dentro de la política por primera vez en mucho tiempo. El hartazgo hacia las oposiciones contenidas y los pactos lejanos como único baluarte desde el que defender las propias creencias es evidente, por mucho que esos pactos nos los hallamos dado entre todos allá por el año 78. Que sí, que ya lo sabemos, ¿y qué? Vivimos en un estado de alerta permanente porque se supone que van a desbalijar un sistema con casi 50 años de historia para instaurar otro modelo peor y, sin embargo, no veo a ninguno de esos escandalizados reformulando la pregunta. ¿Por qué no se puede cambiar el sistema actual hacia otro mejor?
Es evidente que la panacea de las transiciones democráticas – por supuesto, la nuestra – y el sacrosanto constitucionalismo del 78 tendrá sus cosas buenas, pero igual de evidente es que también existirán cosas malas y que, gran parte de los problemas actuales que presenta la sociedad española, son consecuencia directa de un sistema obsoleto basado en una alternancia de gobiernos inanes y en la reproducción sistemática de un catálogo de ideas predeterminado: la socialdemocracia moderna contra esa amalgama conocida como liberal-conservadurismo.
Por eso, no podemos sino alegrarnos de que al fin empiecen a escucharse determinadas palabras desde los atriles, intervenciones que provocan complicidad en cada vez más personas. Debemos sonreír porque ideas y conceptos tales como el distributismo, la pequeña propiedad, los debates sociales y populares o las clases trabajadoras vuelvan a ocupar los discursos de cierto sector del parlamento. ¡Ojalá pronto los más despistados se incorporen a aquellos que han sabido ver el hueco por dónde que atacar!
Claro está, esa pretensión última no será fácil, pues aquellos que deseen acometerla dentro de la política habrán de enfrentarse al statu quo que lleva dominando el panorama nacional 46 años y que, hasta ahora, ha estado en su totalidad copado por la virtud que consiente y la ignorancia que permite. Pasar de la aquiescencia a una posición activa no es fácil e implica poner a determinadas personas en situaciones para ellas del todo incomprensibles. ¿Cómo un diputado fascista – entiéndase por fascista cualquier cosa más allá de los dos partidos «progresistas» – y de derechas puede subirse a la tribuna del congreso y hablar de una vivienda digna para los jóvenes? ¿Cómo va a plantear si quiera una distribución de la propiedad? ¿Qué?, ¿cómo?,¿están ustedes viendo un diputado conservador hablando de justicia social en el atril? ¡Esto si que no lo puedo creer, señoría!
Hablar de distributismo implica dos cosas. Por una parte, a esos que durante años se han apropiado de cualquier reivindicación social, que se creen los únicos con potestad para hablar de las clases trabajadoras y para acometer la lucha contra la concentración desmesurada del capital en manos de unos pocos poderosos, el hecho de que ahora algunos que tradicionalmente han estado en el otro lado incorporen a su ideario estas cuestiones les hace padecer un férvido revolcón de su limitada realidad preconcebida. Y a los otros, a esos que llevan demasiado tiendo permitiendo y consintiendo de brazos cruzados, ver a los de su mismo «equipo» renegar de ciertas ideas para defender convicciones distintas por cuanto más justas los lleva a poner la voz en grito y decir: ¡se nos han colado los socialistas entre nuestras filas!
Cada vez más personas reniegan de la clásica distinción izquierda y derecha, conscientes de que no es sino una limitación artificial e impostada de alternativas a las que recurrir. Que la única posibilidad política más allá de una izquierda moderna que nace de las multinacionales y debe sus postulados a los delirios universitarios anglosajones sea el liberalismo de los burpees, del «sé tu propio jefe» y de los acérrimos de Wall Street es, cuanto menos, desolador. ¿Acaso no es el libre mercado de Rallo, Milei y compañía tan culpable como el socialismo chic de que los jóvenes no puedan comprarse una vivienda o formar una familia? ¿Qué ha hecho la mano invisible del mercado por los barrios españoles? ¿La ideología del individuo por encima de todo no tiene nada que ver con la evidente crisis de vínculos que asola a nuestras comunidades?
Algunos siguen empeñándose en que la única alternativa posible frente al socialismo es el liberalismo. Bien es cierto que lo matizan, acompañándolo del adjetivo conservador y diferenciándose del desenfreno del liberalismo moderno, aquellos otros que dicen ser anarcocapitalistas aduladores del mercado que todo lo puede y todo lo decide. Son estos los que ponen la voz en el cielo cuando se reclama alguna medida que no encaja en el casillero liberal, como el exdiputado de Vox Juan Luis Steegmann, que la semana pasada abandonó la formación de Abascal después de que el vicepresidente Frings hablase – ¡qué alegría! – de la distribución equitativa de la propiedad.
Steegmann adujo que su marcha se debía a la deriva antiliberal de VOX. ¿De qué liberalismo hablaría aquí el doctor Steegmann?, ¿del de la vacunación obligatoria?, ¿del pasaporte COVID para tomarse una cerveza en un bar? No lo sabemos, pero lo que sí parece claro es que la dicotomía socialismo – liberalismo ha visto alterada su tranquilidad luego de que algunos políticos tomen en consideración otras posturas para combatir ambas ideologías, que es, a fin de cuentas, de lo que se trata, de rechazar el socialismo sin desear por ello la beatificación del individuo, de criticar el destino de los impuestos sin creer consecuentemente que los impuestos son un robo, de defender la justicia social, poner en tela de juicio la concentración de la riqueza y, a la vez, promover la pequeña propiedad individual como expresión máxima de libertad.
«El capitalismo puede ser tan materialista como el comunismo» – de nuevo, Chesterton –, y el tomar conciencia de ello es lo que hace que estemos hablando hoy de una alternativa que poco a poco cala en el panorama político. Cierto es que el liberalismo ha sido, hasta ahora, el único rival – por llamarlo de alguna forma – que ha tenido que enfrentar el socialismo, pero ¿acaso no salimos de la esclavitud de la mayoría en manos del Estado para padecer en la esclavitud de la mayoría en manos del Mercado? ¿De qué sirve tan fatigante guerra si, al final, el resultado final es el mismo? ¿Por qué tenemos que elegir de quién ser esclavos en lugar de decidirnos a no ser esclavos de nadie?
La derecha tradicional, en su obsesión enfermiza por la nueva venida del comunismo ha olvidado cuestiones que otros han pretendido patrimonializar sin éxito alguno. Ahora que esos otros han perdido por completo la noción de la realidad, es el momento de recuperar ciertos ideales que son incompatibles con determinados postulados del liberalismo. ¿Cuál es la libertad que nos procura el mercado? Podemos plantear que, tal vez, la libertad que una persona pueda alcanzar se fundamenta más sobre el hogar, la familia y la comunidad con la que uno puede establecer vínculos sociales que no detrás de un índice bursátil o una campaña de responsabilidad y concienciación medioambiental patrocinada por una multinacional y enarbolada por esas formaciones que dicen defender a los trabajadores.
No explicará el que escribe qué es el distributismo, porque ni está capacitado para ello ni nadie aquí se enteraría de qué puñetas es. Para eso último, hay ya en el panorama actual autores brillantes que regalan habitualmente explicaciones mucho más completas al respecto, a los que recomiendo que lean no por distributistas sino por magníficos escritores. Lo que si puede y debe hacer uno aquí es celebrar que políticos jóvenes irrumpan y hablen de ciertos temas tabú dentro del espectro al que pertenecen, por mucho que esto último escandalice a los más mayores del establo, esos mismos que han entregado durante años innumerables causas a una izquierda ahora irreconocible, confiando todas sus esperanzas a la ideología del mercado. Por ello, brindemos para que cada vez sean esas voces más numerosas y el fin que pretendan sea en toda forma justo y noble. ¡Qué así sea!