Francia, nación fallida
La conservación de las particularidades de cada pueblo es necesaria para que en la relación entre ellos siga existiendo algo diferente que intercambiar y de lo que enriquecerse mutuamente. Si, por el contrario, se produce una imposición primero y una sustitución después buscando crear una identidad alternativa única, el resultado no puede ser otro que el conflicto.
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Celebrada la segunda vuelta de las elecciones a la Asamblea Nacional en Francia, la situación política ha dado un giro que, si bien para muchos ha resultado del todo inesperado, para otros – no se incluye un servidor – era, en cierto modo, previsible. Sea como fuere, tenemos a un Frente Popular liderado por Mélenchon como primera fuerza dispuesta – veremos cómo – a formar gobierno. Esta coalición izquierdista integrada por agrupaciones como La Francia Insumisa, el Partido Socialista o el Partido Comunista ha concurrido a los comicios irguiéndose como la única alternativa posible para frenar a la «turbohipersuperultraderecha» de Marine Le Pen.
Bien es cierto que el abanico de opciones sobre el que elegir no era, ni de lejos, el idóneo. Tampoco los proyectos políticos concurrentes son, en modo alguno, elogiables en su totalidad, como suele ser lógico. No obstante, la situación política francesa y el prospectivo análisis que del resultado de las urnas podemos hacer no debe quedar, bajo ningún concepto, limitado a un simplón enfrentamiento entre la ultraderecha y la ultraizquierda, con Macron – el líder espiritual de la política europeísta, moderada, globalista y moderna – en medio como única alternativa posible frente a la lucha de extremos.
No podemos ni debemos caer en ese reduccionismo irreal y mendaz porque implicaría no haber entendido la realidad de un Estado ya fallido como es Francia. El juego derecha – izquierda ha muerto y ha sido sustituido por dos bloques con una visión del mundo y de la sociedad antagónica: globalismo frente a soberanismo. Ni más, ni menos. Para entender el auge de una derecha como la de Le Pen, derecha que por cierto ha votado a favor de reconocer el aborto como derecho constitucional, se hace necesario comprender la urdimbre social francesa, su entramado político y su realidad urbana. Y lo mismo para explicar cómo y en qué forma ha ganado, en segunda vuelta, una amalgama en la que confluyen formaciones con postulados, en no pocas ocasiones, delirantes y profundamente erróneos.
Dice Ernst Jünger en su Emboscadura que «es preciso entrenarse en la catástrofe, de igual manera que se entrenan en el naufragio los pasajeros cuando van a emprender un viaje por mar. Cuando un pueblo se prepara y se arma para la emboscadura, necesariamente se transforma en una potencia terrible». ¿Es la Agrupación Nacional la forma en la que el pueblo francés se arma para su particular emboscadura tras el naufragio? ¿Saldrá la nación gala fortalecida una vez que toque fondo? Desde luego, las concepciones que ambas formaciones – FP y AN – tienen sobre cómo debe ser el futuro de Francia distan mucho de ser coincidentes en punto alguno, aunque quizás sus posiciones más discrepantes son las que versan sobre el modelo multicultural de la sociedad francesa y la inmigración.
Que Francia tiene notorios problemas sociales es evidente, pero que se convertiría en una nación desconocida dentro de Occidente sólo lo describió, con tanta precisión, Houellebecq. El país galo que hoy vemos es el resultado de años de políticas globalistas, de aceptar imposiciones no emanadas de la voluntad nacional sino nacidas en el seno de organismos internacionales y de la idea de una sociedad que podía y debía ser transformada, partiendo de una base en toda forma contradictoria: la inexistencia de cualquier raza o cultura cuando su origen fuese occidental y la necesidad imperiosa de integrar a minorías étnicas o religiosas que deben ser íntegramente respetadas en todas sus formas y absorbidas en el seno de la nación francesa.
Esto es, por una parte, la negativa rotunda al respecto de la existencia de una civilización francesa. No existe una cultura europea y occidental en Francia – dicen –. Seguidamente, se hacía necesario que el pueblo francés redimiese su culpa como nación con prejuicios raciales y permitir una transformación de su sociedad asumiendo otras formas e ideas de vida manteniendo inalterables estas últimas durante ese proceso de asunción. ¿El resultado? Que los que promovían ese cóctel negando las razas – sólo cuando fuesen europeas – y pretendiendo la consagración del hombre como civilización única e igual y, por tanto, compatible; asisten ahora a una situación insostenible en la que distintas culturas chocan a diario desde el momento en que tienen posiciones diferentes acerca del prójimo, de sus semejantes o de sus ideales.
Cuando Le Pen habla de expulsar a todos los inmigrantes, también a los que ya han adquirido la nacionalidad francesa, sabe de sobra que esa promesa es del todo imposible. A pesar de ello, debemos indagar en la pregunta de origen que el debate plantea: ¿pueden diferentes pueblos coexistir pacíficamente en el tiempo dentro de una misma frontera aun teniendo concepciones del mundo distintas? Sí, pueden. ¿En qué forma? Alejándonos de los postulados que pretenden igualar bajo una identidad única a las muchas identidades discordantes, todo por negar las diferencias naturales entre iguales que son, siempre, positivas.
Lévi-Strauss, antropólogo y filósofo francés que centró gran parte de sus estudios en las culturas y la genética humana, defendía la necesidad de que, para coexistir, cada cultura debía defender y mantener sus diversidades como patrimonio. La conservación de las particularidades de cada pueblo es necesaria para que en la relación entre ellos siga existiendo algo diferente que intercambiar y de lo que enriquecerse mutuamente. Si, por el contrario, se produce una imposición primero y una sustitución después buscando crear una identidad alternativa única, el resultado no puede ser otro que el conflicto. Lévi-Strauss consideraba así que entre culturas debía mantenerse la cercanía suficiente para entenderse y la distancia necesaria para distinguirse.
Adriano Erriguel resume los postulados de Lévi-Strauss afirmando que «la preservación de uno mismo exige cierta distancia, y en ese sentido todas las culturas son etnocéntricas. La primera condición para amar al prójimo consiste en no detestarse a uno mismo». Las relaciones culturales tienen que ser voluntarias y bidireccionales, precisamente porque, cuando se producen, parten de la búsqueda de similitudes mutuas. Si son impuestas, si uno se ve obligado a convivir con unas formas de vida, ideas y costumbres con las que no comparte nada, todo salta por los aires.
En esas, quizás alguno entienda de la popularidad de la Agrupación Nacional de Le Pen como único partido que se muestra contrario los postulados globalistas que han llevado a la nación francesa a la situación en la que se encuentra. A pesar de ello, la dureza contra la inmigración no ha sido suficiente para que los lepenistas consiguiesen derrotar en segunda vuelta al Nuevo Frente Popular de Mélenchon. ¿Por qué?
Los motivos son varios, algunos ya los hemos visto en otros países, mismamente en España. Está claro que la carta de la ultraderecha se sigue comprando. El fascismo a la española (Vox) infunde el mismo miedo que el fascismo a la alemana (AFD) o el fascismo a la francesa (RN). Los contrincantes de las formaciones conservadoras tienen claro el discurso a seguir: «¡cuidado, viene la ultraderecha!». Eso cala y cala bien entre un electorado que ha crecido en una época de paz y sin ideologías totalitarias tradicionales, alrededor del europeísmo, de las reivindicaciones étnicas y de las minorías identitarias.
Junto con la semilla del pánico hemos visto como, durante toda la campaña francesa, distintas figuras relevantes han pedido abiertamente a sus compatriotas que bajo ninguna circunstancia voten a la derecha, añadiendo siempre la coletilla del miedo-ultraderecha-derechos-valores-sociedad-peligro-fascismo. El primero fue el presidente Macron, que incluso llegó a afirmar que, de ganar la formación de Le Pen, podría producirse una guerra civil en Francia. ¡Ni más ni menos!
También hemos visto a personalidades públicas que, aprovechando el contexto actual, han hecho uso de su posición de trascendencia social para replicar el mensaje en contra de la ultraderecha. En esas, distintos jugadores de la selección francesa de fútbol se manifestaron en rueda de prensa – recordar que el mundo entero está pendiente estos días de la Eurocopa – para expresar el ya clásico deeply concerned una vez que se conocieron los resultados tras la primera vuelta.
El más relevante de todos ellos fue Mbappé, el nuevo jugador del Real Madrid. El futbolista francés, cuyo salario estos últimos años en las filas del PSG – club presidido por un jeque qatarí – ha ascendido ha 72 millones de euros anuales, ha hecho un llamamiento masivo en pleno proceso electoral para que los franceses no voten a Le Pen. Un hombre de veinticinco años que cobra 6 millones de euros al mes jugando al fútbol para un club propiedad de un jeque qatarí, desde su situación privilegia y su mundo particular y hermético que no coincide absolutamente en nada con el del ciudadano francés medio, se cree con la potestad de pedir a los electores de una nación que comienza a poder denominarse «fallida», con ingentes problemas sociales y delictivos, que no voten a una opción política legítima y democrática.
Quizás así sea más fácil entender el vuelco en la segunda vuelta y la derrota de RN. Ahora, queda por ver hasta dónde llega la coalición izquierdista para alcanzar el gobierno, los siguientes pasos de Le Pen – recordemos que lleva ya unas pocas derrotas electorales – y el porvenir del Estado Francés, una nación que, tal y como afirmaron los manifestantes partidarios de Mélenchon, «no es de los franceses sino de los inmigrantes».
Y para concluir recordar que, de aquí en adelante, lo que pueda pasar en Francia ha sido consagrado por la vía democrática. Por lo tanto, entiendo que goza ya del beneplácito de los europeístas de pro, macronistas y demás sujetos «urnófilos» que necesitan que la mayoría avale algo para convertir la fechoría en derecho legítimo adquirido. La democracia nos pone en la tesitura de elegir entre lo que no nos gusta, lo que no nos convence y en lo que no creemos ni nos representa. Pero el simple hecho de elegir, aunque sea en el campo más básico de la moral, justifica todo lo demás.