Miguel Fernández-Baíllo SantosEstudiante de Derecho en la Universidad Complutense de Madrid.
Madrileño orgulloso, de los que les gusta el cocido también en verano. Me pueden encontrar en cualquier bar cutre con barra plateada o, si es temporada de toros, en Las Ventas. Me creo filósofo y no soy, en absoluto, racional.
I. Es mi obligación, antes de nada, pedirles perdón y disculparme con ustedes por estar a punto de ser cooperador necesario de la infamia que supone importunarles alevosamente en ese periodo del año que debiera estar dedicado a la contemplación, a navegar sobre la ociosidad y el gozo del descanso y, claro está, a coger algo de color bajo el sol. Tarea, esta última, que para algunos por aquí resulta del todo imposible por muchos rayos que nuestra piel absorba.
No es de recibo ponerme en estos instantes a soltar mi sermón caótico e irracional cuando lo que deben de hacer es tomarse una cerveza y disfrutar de un merecido descanso. ¡Brinden por el verano! Nadie, por mucha vida pecaminosa que lleve, merece padecer tan insufrible martirio. Pero, desgraciadamente, también uno sucumbe y tolera la imparable vorágine política que vivimos, y me hago cómplice siendo incapaz de aparcar por unos días la batalla y dedicando unas líneas a un asunto de relevancia actual.
II. Cuando divago con algunos de los pocos amigos que me soportan y me siguen queriendo a pesar de conocerme en profundidad, en no pocas ocasiones – como tantos españoles – sale a la palestra el debate sobre los impuestos. Uno, pese a las criticas y regañinas del sector liberal y mayoritario de la mesa que desearía acabar con la dolorosa contribución a las arcas públicas, reivindica la necesidad de pagar impuestos y lo hace desde una convicción personal que parte de la lógica de Santo Tomás de Aquino: no es el hecho de pagar ni el concepto de tributar lo que debe cuestionarse, sino el uso, la forma y el destino que se da a ese dinero público, una contribución que debe ir destinada al beneficio de la comunidad y, por tanto, cumplir con la finalidad tomista que no es otra que el bien común.
Sin embargo, debo reconocerles que ayer tuve algún momento de duda interior tras presenciar como distintos funcionarios públicos – esto es, cobran del dinero que aportan los contribuyentes – incumplieron de manera deliberada sus funciones. La cuestión es que ayer todo el armamento mediático estaba pendiente de la posible detención del fugado expresidente de la Generalidad de Cataluña, Carles Puigdemont. El líder de Junts regresaba a España y la incógnita era evidente, ¿sería detenido el prófugo de la justicia o podría campar a sus anchas por las calles de Barcelona?
El resto, es historia. Una banda sonora de circo sin gracia y una (des)actuación – en toda forma surrealista por parte de las autoridades competentes culminó con la segunda huida del expresidente. Puigdemont acudió a un mitin televisado en plena hora punta en el paseo Lluís Companys y no fue detenido. Subió al escenario, cantó tres cosas a los allí presentes y se esfumó. Un sujeto buscado por la justicia desde hace años, del que se tenía noticias y preavisos de que vendría a España en el día de ayer, se ha paseado por las calles de Barcelona, ha dado un mitin retransmitido en directo, ha sorteado el tremendo dispositivo policial para la ocasión y ha desaparecido sin dejar rastro.
III. Entiéndanme, no estamos hablando de un maestro del escapismo, de Houdini o de un miembro clandestino del Consejo Central de Anarquistas propio de Chesterton en «El hombre que fue Jueves», sino de Carles Puigdemont, un filólogo catalán frustrado que terminó dedicándose al periodismo y, sin casi darse cuenta, ocupó el cargo de presidente de la Generalidad y protagonizando uno de los actos políticos más vergonzosos de la historia reciente de España. Nos referimos a una persona huida de la justicia y a la que se ha dado orden de detener, consecuencia lógica que tiene esto de la actividad delictiva.
Y claro, cuando uno ve este despiporre, cuando presencia esta concatenación de despropósitos que permiten pasearse a un fugitivo por las calles de Barcelona irguiendo una imposibilidad para dar con su paradero a pesar del despliegue policial, no puede más que enfadarse al reparar que, tal vez, los únicos en toda España que en el día de ayer no sabían dónde estaba el expresidente Puigdemont eran los Mossos, los jefes del operativo o el consejero pertinente del gobierno catalán.
Luego escuchamos a esos políticos sensatos, moderados, transversales, resilientes y un sinfín de calificativos vacíos, decirse preocupados porque las nuevas generaciones han perdido el respeto y la confianza por las instituciones. ¿Cómo no hacerlo? Si cualquiera de ustedes comete un delito, será detenido por las fuerzas del orden y puesto a disposición judicial. Si a alguno de ustedes se le ocurre pasar por delante de un radar a 135 km/hora para ir al entierro de un familiar, tengan por seguro que recibirán una carta dedicada con afecto por la Dirección General de Tráfico.
Voy más allá, si alguno de ustedes tiene alguna equivocación con la declaración de la renta, si dejan de pagar un tributo o cometen un error no intencionado e imprudente, aparecerá entonces la tiránica madre de la administración pública – Hacienda – y les hostigará amenazándoles desde la posición privilegia que tiene la Agencia Tributaria en los procesos judiciales con el infierno que ello supone en el horizonte.
IV. Hablaba al comienzo de la finalidad tomista de los impuestos, que no es otra que la contribución al bien común. Les pregunto ahora, ¿el bien común es la seguridad de los ciudadanos? Sí, claro está. ¿Qué un fugado de la justicia se pasee por las calles de Barcelona atenta contra la seguridad de los ciudadanos? La respuesta esta también aquí sí, atenta contra la seguridad y, peor aún, contra la igualdad ante la ley. Los mismos que nos dicen que la policía no puede hacer nada para no multar a un ciudadano por ir sin mascarilla porque la ley les tiene atados pretenden que nos creamos que no han sido capaces de dar con Puigdemont y ponerle a disposición judicial. ¿Acaso no ata la ley aquí?
Pues bien, lo cierto es que nuestro vilipendiando y puerilmente manoseado Código Penal reconoce un tipo delictivo que apenas ha sido aplicado en nuestro país. Reza el artículo 408 CP lo siguiente: «La autoridad o funcionario que, faltando a la obligación de su cargo, dejare intencionadamente de promover la persecución de los delitos de que tenga noticia o de sus responsables, incurrirá en la pena de inhabilitación especial para empleo o cargo público por tiempo de seis meses a dos años».
Hablamos aquí de un tipo delictivo especial que debe ser cometido por un funcionario público consistente en el quebrantamiento del deber persecutorio, de un no hacer. Lo que se debe realizar como funcionario o autoridad no es más que la persecución delictiva de los hechos criminales que se conozcan o se están produciendo. Sobre esto último, nos dice el Supremo en su STS 330/2006, 10 de marzo que «basta con que el agente tenga indicios de que la actividad que se desarrolla ante él y en la que no interviene, debiendo hacerlo, es indiciariamente delictiva, sin que sea necesaria la certeza de que aquella actividad es un delito con todos sus elementos jurídicos».
Según las indicaciones del Supremo, no es necesaria un certeza plena y absoluta de la calificación delictiva del hecho, pues el propio tribunal se pronuncia al respecto del grado de alcance de la comisión del hecho delictivo que, se espera, debe la autoridad perseguir. Así, el conocimiento del sujeto activo – es decir, el funcionario o autoridad – no debe ser absoluto, total y de una certeza incuestionable, sino que bastan para el caso indicios bastantes al respecto.
V. Cabe preguntarse entonces si en el mitin que el señor Puigdemont dio en Barcelona o durante su paseo por las calles de la ciudad condal no había ningún policía presente y, recordarles así mismo a estos, lo que la STS 7685/2009 reza: «basta, pues, con que el agente tenga indicios de que la actividad que se desarrolla ante él y en la que no interviene, debiendo hacerlo, es igualmente indiciariamente delictiva, sin que sea necesaria la certeza de que aquella actividad es un delito con todos sus elementos jurídicos».
Lo mínimo que espera el ciudadano medio es que sus impuestos sirvan, entre otras cosas, para asegurarse de que la Fiscalía proteja la legalidad e imparcialidad del funcionamiento de la justicia – que no es más que su función legalmente reconocida –, para que la policía detenga a los delincuentes contra los que consta una orden de detención vigente, el Tribunal Constitucional interprete las constitucionalidad de las leyes que emanan del parlamento de acuerdo al texto de 1978 y no a unos intereses particulares; y que se respete, en cualquier proceso judicial, el principio fundamental de igualdad ante la ley. Y si todo eso no se cumple, al menos que se aplique el artículo 408 CP. y se castigue al funcionario o autoridad que omita dolosamente la persecución de hechos delictivos. Y así, termino deseándoles un magnífico verano y brindo por el descanso de todos cuantos conformamos Verum Libertas.