Miguel Fernández-Baíllo SantosEstudiante de Derecho en la Universidad Complutense de Madrid.
Madrileño orgulloso, de los que les gusta el cocido también en verano. Me pueden encontrar en cualquier bar cutre con barra plateada o, si es temporada de toros, en Las Ventas. Me creo filósofo y no soy, en absoluto, racional.
Dicen por ahí que cuando el tiempo parece esfumarse es que, entonces, lo hemos pasado indudablemente en grande. El verano se nos ha escapado entre las manos como si la arena de la playa se deslizase por nuestros dedos. Todo ha terminado en un santiamén y espero que así les haya pasado a todos ustedes a pesar del trauma inmediato que ello supone – ¡cómo pasa el tiempo, caray! – porque será, entonces, sinónimo de que el pequeño grupo de lectores que nos siguen soportando por aquí ha disfrutado de un magnífico verano, limando las asperezas de todo el año y recargando energía para comenzar con el hidalgo cometido de destapar las cosas extraordinarias que juegan al escondite en la rutina.
Así pues, me encuentro con ustedes de nuevo en este regreso de nuestras respectivas escapadas del todo fructosas. Mientras tanto, un compatriota de nombre Pedro se encuentra de gira por el continente africano. Dejando a un lado las ironías – toca ponerse serio que septiembre comienza –, seguro que saben ya que nuestro presidente del gobierno anda visitando diferentes estados africanos y firmando «memorandos de entendimiento en materia migratoria circular» como quien amnistía a diestro y siniestro. Por cierto, a pesar de que por aquí somos firmes defensores de las formas y la belleza en el leguaje, nada tiene que ver esto último con la permanente necesidad política de embadurnar con palabrería hortera un simple acuerdo migratorio. Pero bueno, empeñados en reducir los análisis complejos a burdas dicotomías mientras barnizar con quilates léxicos cuestiones del todo simples, habemus entonces memorando de entendimiento en materia migratoria circular.
El caso aquí es que la polémica se ha visto desatada toda vez que el gobierno con el señor Sánchez a la cabeza, haya anunciado la regularización de 250.000 inmigrantes de Mauritania. Como esta es una de esas cosas complejas de las que hablábamos y que requiere abandonar los impulsos de político frustrado que todos tenemos – se incluye un servidor –, pararse a pensar y ahondar en la realidad de la situación, desde Verum Libertas y siendo fieles a nuestro lema «piensa lo que quieras, pero piensa», me permiten una vez más – no sé si es algo temerario por su parte – divagar y reflexionar al respecto lo que buenamente pueda. Sin más miramientos y evitando caer en digresiones innecesarias, vamos con ello.
Les decía que la cuestión es compleja y, por lo tanto, requiere de varios apuntes previos. El anuncio del gobierno llega en plena oleada migratoria, con los gobiernos autonómicos entre PP y Vox rotos precisamente por el acatamiento del reparto de menores no acompañados planteado por el ejecutivo a las autonomías, Canarias en un estado de colapso receptivo y social y con las elecciones francesas aún frescas. Pero, ¿qué pintan aquí los franceses ahora? Pues bien, recordarán ustedes que la cuestión migratoria fue uno de los principales debates en aquellos comicios y, al respecto de aquello, uno escribió unas líneas por estos lares.
En aquel artículo, denuncié la hipocresía de los partidos, movimientos, asociaciones, foros o multinacionales y sus campañas que, mientras llevan todo lo que va de siglo negando la existencia de las razas – únicamente si hablamos de raza occidental o europea – van al congreso de los diputados y afirman que «España es latina, negra y mestiza». ¿Verdad señora Belarra? ¿En qué términos hablamos entonces? Hay razas, pero no hay razas, ¿es así? Mejor, ¿quién decide que razas existen y por qué? También señalé en aquella reflexión llena de incongruencias que una incorporación de población extranjera no puede imponerse bajo ninguna circunstancia ni a la población local ni a los inmigrantes, por cuanto las relaciones culturales tienen que ser voluntarias y bidireccionales, precisamente porque, cuando se producen, parten de la búsqueda de similitudes mutuas. Si son impuestas, si uno se ve obligado a convivir con unas formas de vida, ideas y costumbres con las que no comparte nada, se abre la puerta a que una de las dos masas sociales absorba por la fuerza a la otra.
Analicemos pues esas similitudes. La ya famosa «coalición de una mayoría social progresista» – de nuevo verborrea cursi a más no poder – ha alcanzado un acuerdo para regularizar a 250.000 personas provenientes de Mauritania. Pues bien, Zamora tiene una población de 166.226 habitantes, Palencia de 158.003 y Soria 90.131, entre otros. Mauritania es un país cuya ley está directamente inspirada en el Corán – no existe separación entre el poder legislativo y la religión musulmana –. Dicha ley reconoce la prohibición expresa de la homosexualidad, orientación sexual a la que otorga peor rango que al adulterio, por supuesto, también prohibido. Según UNICEF, en este país «alrededor del 70% de las niñas y mujeres de 15 a 49 años han sido sometidas a la práctica de la mutilación genital femenina». La ONU lleva denunciado décadas las permanentes violaciones de Derechos Humanos que allí se producen.
La pregunta que les hago es la siguiente, ¿es culpable esa gente del drama al que se les somete bien por los organismos de poder o bien por las costumbres y usos sociales? No. Lejos de caer en el discurso que de forma inmediata rechaza la inmigración, debemos ser conscientes de la vocación universal que España tiene de cara al mundo. Nuestra nación ha sido siempre motor civilizatorio, impulso de naciones y unificadora de razas proyectando esto último sobre el concepto de hispanidad. Por supuesto que nuestro país ha de liderar la ayuda a países en situaciones tan deplorables como el caso de Mauritania, claro que tiene que contribuir al desarrollo de civilizaciones descompuestas y sometidas a injusticias indescriptibles. España tiene el deber y la obligación de enseñar una forma social e histórica, una moral y una creencia.
Hasta aquí, de acuerdo con la decisión del gobierno – ya tengo a varios grandes amigos llamándome rojo buenista –. Ahora bien, les decía que la cuestión migratoria era del todo compleja. Para poder acometer tan loable fin que corresponde, entre otros, a nuestra nación, lo que no se puede ni se debe hacer imponer una asimilación masiva de población extranjera si todo ello no va acompañado de políticas eficientes – subrayo lo de eficiente porque cada vez es más complicado encontrar ese adjetivo en política – que se aseguren la correcta integración de dichas personas. En definitiva, ese acogimiento debe realizarse de tal forma que la población que vengan sea capaz de recibir lo que España tiene que darles y que, a la vez, España pueda de darles lo que pretende no obteniendo por ello un perjuicio manifiesto.
Para esto último, resulta imprescindible, lo primero, no mercantilizar con personas ni cooperar con mafias ilegales que se lucran con el drama de la inmigración. Un país no puede asumir más compromisos de los que su capacidad social, política y económica le permite. Y especialmente importante es la cuestión primera, la social, pues el mantenimiento de las particularidades de una comunidad es imprescindible para que se pueda dar una coexistencia pacífica. Si, por el contrario, estas particularidades se ven desplazadas o sustituidas por otras que parten de conceptos incompatibles entre sí, la convivencia deja de ser pacífica y torna en violencia por cuanto toda imposición tiene siempre un componente violento.
Por lo tanto, es importante saber y elegir a qué personas se acoge, conocer en qué forma y modo se asegura desde el país receptor su integración y asimilación de costumbres, cómo afecta este movimiento migratorio a los barrios locales, a la rutina y el día a día social, medir el impacto cultural y trabajar de forma real para reducirlo al mínimo. Quizás sea más explicativo si les formulo las siguientes preguntas: ¿sabe el gobierno de la mayoría social y progresista si entre esas 250.000 personas no hay ningún hombre que se encargue habitualmente de mutilar los genitales de alguna de sus compatriotas en Mauritania?, ¿en qué forma pretende que la población masculina respete la posición de las mujeres – nacionales y extranjeras – una vez lleguen a nuestro país?, ¿saben cuál es la consideración cultural y social que la población mauritana tiene sobre el concepto del prójimo?, ¿mediante qué políticas pretenden conseguir que la consideración y comprensión de nuestras relaciones humanas, vecinales o laborales se realice de forma efectiva?
A propósito de este ferviente debate, no puedo no acordarme de la polémica que suscitaron las palabras de Mons. Luis Argüello, arzobispo de Valladolid y presidente de la Conferencia Episcopal Española, cuando hace ya algunos meses llegó al congreso la ILP para regularizar a un gran número de inmigrantes ilegales en nuestro país. Don Argüello fue ferozmente atacado por unos y otros, por conservadores, progresistas, católicos – eso dicen ellos – y ateos, lo que ya indica que algo hizo bien. El arzobispo defendió en un comunicado, después de resaltar el carácter sagrado de toda vida humana y la obligación del Estado de hacer caso a la «impresionante iniciativa del pueblo» de acoger a la población inmigrante, que había llegado la hora de «cuestionar las corrientes culturales y políticas que dominan en el globalismo actual que utiliza los flujos migratorios y las políticas de salud reproductiva al servicio de un capitalismo moralista y uniformador que juega con los reemplazos poblacionales como forma salvaje de biopolítica».
Argüello, de forma muy inteligente, fue consciente de que el drama migratorio no puede reducirse a regularizar a 250.000 personas para poner fin a la cuestión, del mismo modo que no por el hecho de borrar delitos del código penal dejan de producirse esas conductas o porque se amnistíe a alguien el delito nunca se haya producido. La inmigración implica una enorme urdimbre de vicisitudes y realidades – entre ellas criminales – en la que confluyen, en ocasiones, la buena voluntad del ser humano con el peor grado de vileza que este es capaz de alcanzar. A propósito de esto último, me permitirán ustedes que recuerde a mi admirado Manuel Quintanar con aquello de «la belleza es solo una parte del alma humana».
Si el «gobierno de una mayoría social progresista» quiere efectivamente ayudar a la población africana, puede empezar por dejar de sentarse con dictadores que mantienen a sus respetivos pueblos en una situación de esclavitud y pobreza extrema, que consienten con su aquiescencia prácticas inhumanas como la mutilación genital o la persecución de la homosexualidad y que no tienen vocación alguna de atender la voz desesperada de personas que piden ayuda. Si se da dinero a un gobierno para que modernice sus infraestructuras y desarrolle programas de impulso social, alfabetización o inversión sanitaria, lo mínimo es asegurarse de que ese dinero se invierte de forma eficiente y que se gasta de acuerdo con el fin pactado. Regalar armamento a un tirano que reina un país vecino sin importarle un higo lo que signifique el bien común o abandonar a un pueblo en el Sáhara es, de todo, menos progresista.
Y sin más, desearles un magnífico regreso a la rutina y sus quehaceres cotidianos. Recuerden lo que comentamos al principio, aunque la vuelta de las vacaciones se haga cuesta arriba, es una magnifica oportunidad para ser capaces de mantener la ilusión en lo monótono. Ya saben, la rutina no es más que un puñado de cosas extraordinarias jugando al escondite. Y a notros, por consiguiente, nos toca ligar esta partida. ¡Vayan a pillar esas cosas extraordinarias!