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    España, solo a ti te tienes, y eso es mucho

    España llora afligida por el dolor, llora porque es consciente de la tragedia sufrida, consciente del horror en el que su pueblo se ha visto sumido de forma fortuita inicialmente y agravada innecesariamente por la incompetencia de los de siempre. España llora y lo hace sin aspavientos, sin reclamar focos ni imbuirse en la mentira interesada que a otros tanto gusta, llora serena porque sabe que sus lágrimas, sinceras, han de derramarse bajo el calor de lo compartido en un rincón llamado patria, un refugio en el que desahogarse amparándose en el cariño repartido por todo un territorio. Ojalá nuestros políticos pudiesen decir lo mismo.

    España ha sufrido una de las peores catástrofes climatológicas de los últimos años, con un insoportable número de víctimas mortales que no dejan de ascender, habiendo todavía una cantidad indeterminada de desaparecidos. Cada cual debe tener la posibilidad de medirse en la posición que en cada momento le toca, con intención de desempeñarse de la mejor forma posible en ella, y solo a Dios corresponde decir en qué momento está ha de terminar. La Dana ha quebrado el loable deber de ser el mejor hermano, la mejor esposa o el mejor hijo. Abuelos que marchan antes de tiempo y no podrán entregarse a sus nietos, madres arrebatadas que dejan vacía la irremplazable labor que les ha sido encomendada, padres de familia que no culminan el sacrosanto deber de formar en el vivir a sus niños, vidas rotas y sueños dinamitados. Las tragedias siempre tienen algo de azar que no podemos elegir, algo que escapa a lo humano y sobre lo que cada cual exige responsabilidades a quien considere que debe hacerlo mirando hacia arriba, pero en este caso, el dolor incontrolable que la naturaleza arroja se ha visto agravado por algo que no podemos obviar, un deliberado despropósito de la clase política. El horror de la dana podía haberse aminorado de no ser por una manifiesta dejación de funciones de quienes ostentan puestos de responsabilidad y han olvidado el sentido de toda labor pública, estos es, entregarse en cuerpo y alma a la comunidad de semejantes a la que uno se debe, procurando su bienestar como bien superior incalculable.

    Mientras nuestro país sufre en silencio compartiendo un dolor desbordante solo aminorado por una impresionante ola de solidaridad, la clase política – una vez más – da claro ejemplo del nivel de bajeza moral en que la inmensa mayoría de sus miembros se recrea. Y conviene hacer hincapié en esto último, porque a pesar de que el bochornoso espectáculo al que se nos está sometiendo desde distintas instancias de la administración por parte de los que se supone son servidores públicos afecta casi a la totalidad de todos ellos, es imperativo resaltar la encomiable labor de un puñado de diputados nacionales o autonómicos que, de manera anónima y pidiendo expresamente no salir en foto alguna, han contribuido sobremanera desde diferentes puntos a intentar revertir el desastre cuanto antes. Ellos saben quienes son. Desde aquí, gracias por vuestro compromiso, aunque debiera ser lo normal en vuestra profesión habéis demostrado que la bonhomía es cada vez más inusual en política.

    Y al resto, a los demás señores embutidos en trajes y corbatas – alguno de ellos ni si quiera tienen la vergüenza para adecentarse en sede parlamentaria–, al resto de parásitos que viven de la público sin tener la menor idea de lo que lo público significa e implica, no queda más que manifestarles el absoluto rechazo de la ciudadanía a su comportamiento, a sus palabras, a sus posturas y a sus intervenciones estos días. Acusaciones cruzadas ante la prensa, señalamientos infantiles, cargas de culpas de unos a otros – claro está, nunca propias–, discursos cuyo único fin es obtener algún rédito político de una desgracia humana sin precedentes y actitudes carentes de cualquier atisbo de empatía o cercanía entre quienes se supone sirven al mismo pueblo. Pero por encima de todo, por encima del despropósito y del absurdo, lo que más reclamamos y reprochamos no son sus patochadas o meteduras de pata, no nos enfadamos porque lo que hayan hecho esté mal hecho, especialmente cuando desde hace algún tiempo no se espera en este país un buen hacer por parte de nadie cuya profesión sea la política. Lo que nos revienta, lo que nos indigna y enciende es, precisamente, lo que no habeis hecho, lo que habéis dejado de hacer cuando había gente muriendo, vuestra inacción culpable.

    Se sabía lo que iba a pasar, se avisó, se vio finalmente el desastre producido y, a pesar de todo, no habéis hecho absolutamente nada. Es más, lo poco que hicisteis fue tarde, mal y de forma deficiente. Ha sido el pueblo, herido y solo, el que ha tenido que tapar vuestras vergüenzas con inefables dosis de bondad y la vocación de servicio público que a vosotros, vividores de lo público, os falta por todos lados. El ejercito esperando órdenes y desesperados por no poder salir a ayudar a su compatriotas, pueblos aislados que no han recibido todavía ayuda alguna de ningún estamento público, el gobierno autonómico diciendo que no tiene capacidad para tomar decisiones y el nacional que si desde la comunidad autónoma se quiere ayuda pues que la pidan. ¿Pero cómo se puede decir eso delante de un país sin que se te caiga la cara de vergüenza? Cuando en Marruecos hubo un terrible terremoto hace algunos meses tardasteis minutos en enviar hasta a la cabra de la legión a echar una mano, y bien hecho está porque España, como país con vocación universal de servicio y ayuda, debe colaborar y arrimar el hombro ante las desgracias. Pero caray, que tienes a gente muriéndose ahogada en un garaje. ¿de verdad es necesario que te pidan ayuda cuando estás viendo una ciudad destruida, miles de vidas rotas, personas fallecidas y otras tantas desaparecidas? ¿Es necesario esperar 3 días para mandar al ejército?

    En esas, una vez más, la ciudadanía española ha hecho un incomparable y heroico ejercicio de solidaridad y resistencia frente a la adversidad. La incompetencia política frente a una catástrofe sin precedentes se ha compensado por el pueblo con esfuerzos nunca antes vistos. Desde todas partes de España, miles de voluntarios han acudido a las zonas afectadas para brindar su ayuda en lo que fuera necesario, en definitiva, en lo que cada uno buenamente pueda. En cuanto se tuvo noticias de la magnitud de los hechos, las campañas de recogida de materiales, alimentos, ayuda y transporte se han multiplicado a cada segundo por todo el territorio nacional, tanto ha sido así que el propio presidente de la generalidad valenciana ha salido avisando frente a los medios a todo aquel que viniese que iban a prohibir a la gente desplazarse para ayudar dado que podrían colapsaran carreteras. El mismo presidente que ha sido incapaz de poner a salvo a sus vecinos quiere impedir al pueblo que se ayude a sí mismo.

    Está última frase ha sido el lema que dentro de lo malo nos ha dejado la Dana, la toma en consideración de un enunciado que, a partir de hoy, debe mantenerse presente en la mente de todo ciudadano: el pueblo ayuda al pueblo. Sí, el pueblo y no el político que de él cobra. Ante la incompetencia política, la solidaridad ciudadana. El Estado ha sido y sigue siendo incapaz, varios días después, de ayudar a la gente que necesita de su intervención inmediata, la Nación se pone entonces en pie para empujar a sus compatriotas fuera del precipicio. El Estado es implacable a la hora de reclamarnos multas, de cobrar impuestos o de sancionar al ciudadano, pero no deja de ser un invento político. La Nación, que es previa y por tanto superior al Estado, que no son edificios oficiales, ni parlamentos, ni constituciones ni leyes, prevalece inquebrantable como dique último de contención ante lo vomitivo de la política. Algunos pensaban que las cosas se resolvían a golpe de BOE o comunicado en redes sociales y se han dado cuenta de que que cuando vienen mal dadas lo que se necesita son vínculos compartidos, sentimiento de pertenencia a una realidad común superior al individuo y voluntad de ayudar a un prójimo con el que se comparte un legado.

    La nación es un proyecto común de vocación universal, la toma de conciencia de algo que se nos entrega en herencia para que devolvamos a quienes nos sucedan. La nación es lo más universal por cuanto sobrepasa las barreras del tiempo e involucra a vivos y muertos, los que estuvieron y ya no están son tan importantes como lo que vivimos el momento, pero también como los que vendrán a sustituirnos en el mañana. Ante las desgracias no nos salvan los que mendigan el voto y conviene ser sabedores de ello. En la adversidad tan solo sirve la conciencia de lo común, pues lo común hace rielar en nuestro interior la preferencia por compartir, aviva la determinación personal en la elección del vínculo humano como opción correcta y disuade frente al caparazón del individuo que se encierra, con egoísmo natural, en sí mismo. Sentir en otro y con otro, recibir de un prójimo al que dar lo propio y construir, con él, una tinaja que llenar juntos, una tinaja que hoy llamamos Nación.

    Los políticos cuentan con desorbitadas partidas presupuestarias que gastar en lo que consideren, equipos de técnicos y profesionales altamente cualificados para supervisar y aconsejar todas sus decisiones, una interminable posibilidad de medios a su alcance, buen salario e infinidad de secretarios, jefes de gabinete e incluso jefes de gabinete de los jefes del gabinete. Pero a pesar de todo, han sido incapaces de dar una respuesta ante el drama que se está viviendo. Mientras tanto, un grupo de chavales, sin presupuesto ni organización, han conseguido en escasas horas montar en Arganda un macrocentro de alimentos y productos básicos desde el que salen de forma ininterrumpida camiones con destino a Valencia para ayudar a sus compatriotas. No hay siglas ni intereses, hay personas que cuyos actos están motivados por la única bandera que ningún político puede mancillar, el sentimiento de pertenencia compartido como respuesta a la llamada de auxilio. Esa juventud a la que se viene acusando desde hace demasiado tiempo de no respetar nada común, de no tener capacidad de sacrificio ni consideración por los demás, una juventud irresponsable o no comprometida, ha tardado menos que todo un gobierno en organizarse para ayudar a sus compatriotas necesitados. Que apunten los que hoy muestran su incompetencia y ruindad.

    Millones de voluntarios han dejado sus casas y han marchado a la zona cero para hacer lo que sea que se les mande, pero el gobierno no puede enviar al ejército. Sí, el pueblo salva el pueblo y menos mal que lo hace porque no puede contar con nadie más para ello. El pueblo español, ese que a veces sucumbe al veneno que algunos malintencionados de traje inoculan desde las tribunas con desdén, es también el que arrima el hombro ante la desgracia, el que es capaz de sacar lo mejor de sí mismo para ayudar a quienes lo necesitan y de movilizar medio país para intentar dar una respuesta que no ha llegado de quienes se espera que miren por el bienestar general. No es justo que nos peleemos ni un segundo más por culpa de esta gente, no hay derecho a que nadie se señale nunca más en este país por un debate político cuando la política nos abandona a la primeras de cambio. España y los españoles son mucho más que sus políticos, y menos mal.

    Y ahora, como dice mi admirado Antonio O’Mullony, lo primero es rescatar a todos los desaparecidos, después enterrar y llorar a nuestros muertos, luego yudar a quien lo necesite, limpiar nuestras calles y reparar lo destruido. Y en ese momento, exigir responsabilidades de una clase política repugnante y culpable, cualquiera que sea el partido o la ideología de quienes han negado deliberadamente la ayuda a su pueblo y han hecho caso omiso de la llamada de auxilio de gente que moría. Cuando se hayan depurado responsabilidades, cuando se hay castigado a los responsables, y solo entonces, descansar. Y por ultimo, desde Verum queremos trasladar nuestros pensamientos y oraciones a las familias de los fallecidos, nuestro sincero agradecimiento a todos los que estén ayudando ante la tragedia y el recuerdo infinito para quienes han perdido la vida.

    Miguel Fernández-Baíllo Santos
    Miguel Fernández-Baíllo Santos
    Estudiante de Derecho en la Universidad Complutense de Madrid. Madrileño orgulloso, de los que les gusta el cocido también en verano. Me pueden encontrar en cualquier bar cutre con barra plateada o, si es temporada de toros, en Las Ventas. Me creo filósofo y no soy, en absoluto, racional.

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