Muchos han sido quienes han vaticinado, a lo largo de la historia, el fin de las luchas religiosas e ideológicas y el establecimiento de la paz mundial. A finales del siglo pasado, con la caída del Muro de Berlín y el posterior colapso de la URSS, una nueva oleada de ingenuo optimismo recorrió el mundo, promovida principalmente por las publicaciones y declaraciones de los principales exponentes de la escuela de pensamiento liberal dentro del área de estudio de las relaciones internacionales. Según estos, la caída de la URSS, conllevaba la derrota del campo socialista, lo que acabaría estableciendo a la democracia liberal como única forma de gobierno a nivel mundial. Esta idea profundamente arraigada entre los internacionalistas liberales estaba estrechamente relacionada con otra afirmación que establecía que las democracias no eran propensas a resolver las disputas con otras democracias a través del uso de la fuerza.
Sin embargo, el estallido de una serie de cruentos conflictos durante la década de los 90 demostró que la caída del bloque comunista, la imposición de la democracia liberal y una mayor institucionalización de las relaciones internacionales no conllevan necesariamente el fin de los conflictos existentes, ni la utilización de la fuerza para resolver los mismos. Los acontecimientos vividos desde la última década del siglo pasado hasta la actualidad demuestran que la realidad del tablero geopolítico es mucho más compleja, diversa y enquistada que la simple dicotomía entre democracias liberales y regímenes autoritarios. Irak y Afganistán son dos claros ejemplos de que las democracias liberales impuestas a los pueblos por la fuerza no son garantía de un futuro de estabilidad y prosperidad.
Siempre he creído que uno de los errores de la escuela liberal ha sido el asumir como verdadera la creencia de que durante los años de la Guerra Fría el factor ideológico reemplazó a los factores religiosos, étnicos y nacionales. Por el contrario, yo creo que lo único que hizo fue congelar una serie de conflictos de esta naturaleza que, tras el fin de este periodo, se recrudecieron e incrementaron de forma exponencial. Por ejemplo, el conflicto entre Azerbaiyán y Armenia por el enclave de Nagorno Karabaj, o las disputas étnicas y nacionales entre los pueblos que componían la Yugoslavia socialista.
Pero la presunción liberal de que la ausencia de un choque ideológico eliminaría los motivos de conflicto entre los estados del mundo no es el único error, ni siquiera el más importante de esta escuela de pensamiento. El liberalismo niega o subestima una realidad imperante en el ámbito internacional, que es el hecho de que los estados tienen en su naturaleza intrínseca, la tendencia a maximizar su poder geopolítico. Todos los estados del mundo buscan maximizar su poder geopolítico a través de diferentes técnicas y mecanismos. Si hay estados que no lo logran en lo más mínimo, se debe a dos motivos principales: que no hayan alcanzado cierto umbral de poder necesario para poder hacer efectiva una política independiente y soberana, o que cuenten con unas élites políticas, económicas, militares y religiosas que prefieren la sumisión ante los intereses de otros estados.
El ejercicio de reflexión sobre lo acontecido en este año que finaliza nos hace recordar qué tan alejados de la realidad están aquellos que buscan imponer estas utópicas ideas en el campo académico y tantas veces han desprestigiado y desmerecido a quienes analizamos e interpretamos la coyuntura geopolítica mundial desde una perspectiva realista. Pero el mayor daño que ha causado la imposición de una teoría liberal de las relaciones internacionales en la agenda de muchos estados ha sido el debilitamiento de los mismos frente a otros estados y entidades no estatales, que se han preparado para enfrentar los desafíos existentes, entendiendo la dura naturaleza del escenario internacional, donde los estados buscan maximizar su poder geopolítico y priorizan la defensa de sus valores e intereses por sobre la consecución de la paz o la resolución de las disputas a través de las fracasadas instituciones y organizaciones internacionales.
Si nos detenemos a analizar el último gran suceso geopolítico, que ha sido la caída de Bashar al-Assad en Siria tras una larguísima y cruenta guerra civil, podemos identificar como beneficiarios de este desenlace tanto a Turquía como a Israel, dos estados con intereses dispares y, en muchos aspectos, antagónicos, pero que comparten una visión hiperrealista de sus interacciones con el entorno geográfico que los rodea.
La caída y el exilio de Al Assad, y la llegada al poder de los rebeldes islamistas, no ha sido una consecuencia de las sanciones impuestas por los estados occidentales, ni de las diferentes iniciativas de Naciones Unidas, sino que fue producto de un desbalance de fuerzas en el terreno, propiciado por el desgaste de las fuerzas gubernamentales, el descontento popular, una menor intervención de Rusia e Irán, principales sostenes del gobierno en Damasco, y el apoyo turco a los rebeldes del HTS.
Turquía fue y es el principal contribuidor a la causa de los rebeldes islamistas, con el objetivo de debilitar y desarmar a las fuerzas kurdas presentes en territorio sirio, que en los últimos años han gozado de un incremento de su autonomía y el control de una gran extensión de terreno en el noreste sirio. Además, Erdogan busca alcanzar unas condiciones que propicien el regreso a Siria de cientos de miles de refugiados, cuya estancia en Turquía ha provocado tensiones con la población local en diferentes ciudades.
Por su parte, Israel ha aprovechado esta situación de inestabilidad y el vacío de poder momentáneo para hacerse con el control del lado sirio del Monte Hermón y los Altos del Golán, lo que deja a Damasco al alcance de la artillería israelí. Además, Jerusalén se ha encargado de destruir la totalidad de la fuerza aérea siria y su armada, destruyendo también arsenales de armas no convencionales que pertenecían al gobierno de Al Assad.
Tanto el estado hebreo como Turquía han aprovechado la debilidad del gobierno vecino para tomar la iniciativa y hacer valer su poderío militar en territorio sirio. Ankara ha ido incluso más allá, y está buscando erigirse como protagonista en la reconstrucción de una Siria destruida y asolada tras largos años de guerra. Varios miembros del gobierno formado por las milicias rebeldes que se hicieron con el control de Damasco han sido educados en Turquía y cuentan con el beneplácito del Ministerio de Exteriores turco.
La enseñanza que nos deja este último episodio es que la forma más eficaz de obtener resultados exitosos en el plano internacional es alcanzar un determinado umbral en cuanto a las capacidades militares, tecnológicas, económicas y políticas que permitan al estado imponer sus intereses por sobre los de sus enemigos. Solamente al sobrepasar ese umbral puede un estado sostener una política y acción exterior plenamente soberanas. También existen casos como el español, donde el umbral ha sido superado en algunos aspectos, pero, sin embargo, la clase dirigente prefiere alinearse con los intereses de otros estados y delegar los propios a la insignificancia.
Un caso como el español sirve para reflexionar sobre la importancia de reivindicar el sentir nacional y la defensa de la patria. Para poder sostener una política exterior exitosa y que se prolongue en el tiempo, es primordial entender como pueblo de dónde venimos, quiénes somos y hacia dónde vamos. Pero, por sobre todas las cosas, entender por qué luchamos y para qué luchamos. Los encargados de la elaboración de la política exterior y de la defensa del país no deben ser únicamente profesionales, sino también estar identificados con una doctrina y con una serie de valores superiores. Porque un estado sin doctrina es como un cuerpo sin alma. Y este ejercicio de reflexión no debe recluirse únicamente a la teoría, sino que debe aplicarse a la práctica.
En la actualidad, España participa en multiplicidad de misiones en el extranjero y, sin embargo, en la mayoría de los casos, no solamente la participación española no responde a la defensa de los intereses propios, sino que también contribuye a la imposición de un orden mundial que reduce la presencia española a la insignificancia. Podríamos preguntarnos en qué contribuye la presencia española en el Líbano, sirviendo de escudo para Hezbollah, en qué contribuye la presencia de las fuerzas españolas en Bosnia junto a la misma coalición que bombardeó a una nación hermana como Serbia, que se defendió con honor y dignidad frente al expolio de quienes buscaban el establecimiento de un estado musulmán en su territorio. La actuación de las fuerzas españolas en el extranjero y la entrega de sus miembros es motivo de orgullo, pero no debemos olvidar que esas fuerzas deberían estar plenamente al servicio de la defensa de España y sus intereses. Ni una sola vida española debe perderse en la defensa de intereses foráneos junto a quienes han perjudicado los intereses españoles.
Retomando la crítica del pensamiento liberal, los acontecimientos de las últimas décadas nos han demostrado que la simple implantación de la democracia liberal, la integración en los organismos internacionales y la consecución de una política exterior pacifista no son, en lo más mínimo, garantías de éxitos para las naciones del mundo.
El actual orden internacional condena a los estados que carecen de las capacidades mencionadas con anterioridad a un estado de sumisión permanente y de una continua erosión de su soberanía. España es un claro ejemplo de esta situación: desde hace décadas carece de una política exterior soberana e independiente; desde hace décadas las fuerzas armadas españolas carecen de una doctrina identificable, y el hecho de considerar como aliados a estados que han saboteado permanentemente los intentos españoles por alcanzar cierto umbral de poder no hace más que incrementar el daño.
El futuro nos depara un escenario internacional profundamente tensionado, donde quienes lograrán imponerse serán los estados fuertes y que cuenten con una serie de capacidades que les permitan imponer sus objetivos y defender sus intereses. La hiperconectividad, la globalización y la interdependencia son fenómenos de una importancia inconmensurable, pero que no lograrán por sí mismos la consecución de la paz global. Es por esto mismo que la historia y el devenir de los pueblos del mundo es hoy más dinámica que nunca.
El presente nos indica que hay dos tipos de estados en el mundo: quienes están preparados y han trazado un camino para poder sostener una política internacional libre, soberana e independiente, y, por otro lado, un grupo numeroso de naciones a las que se les es impuesto su futuro sin tener la posibilidad de trazarlo de forma autónoma. Los últimos conflictos, que van desde la toma de Nagorno Karabaj por las fuerzas azerbaiyanas, el conflicto entre Israel y las milicias apoyadas por Irán, la guerra en Ucrania o la caída de Al Assad en Siria, nos indican quiénes son los vencedores y los vencidos del actual escenario geopolítico internacional. Pero, al hablar de vencedores y vencidos, también es imprescindible entender que hay un tercer grupo, que es el de aquellos estados que ni siquiera pueden dar la batalla y defender sus intereses dignamente, ya que forman parte del grupo de los sumisos y dependientes. Lamentablemente, España se ubica en este último grupo.
Si España quiere recuperar el sitio que por motivos históricos y méritos propios le corresponde, debe realizar un viraje profundo y radical tanto a nivel de política interna como externa. La cohesión interna, la defensa de la lengua común y una mirada de futuro sin divisiones partidarias son los pilares sobre los que debe situar la proyección de España hacia el mundo. Las buenas intenciones por sí mismas de nada sirven para enfrentarse a una coyuntura internacional como la actual. La defensa de los valores permanentes de la España eterna debe priorizarse por sobre cualquier tipo de alianza o amistad con otros estados. No podemos considerar como aliados a un estado como el Reino Unido que usurpa un trozo del corazón de la nación española y que se niega a sentarse en la mesa de negociaciones en igualdad de condiciones. Tampoco podemos considerar como amigo a un estado como Marruecos que continúa sin reconocer la españolidad de Ceuta y Melilla y que continuamente se encarga de perjudicar los intereses de España.
Pero para enfrentar esta serie de desafíos es imprescindible contar con un amplio apoyo popular y una profunda conciencia nacional. Los españoles debemos decir si queremos seguir siendo una nación ninguneada, humillada y pisoteada en el plano internacional, o si queremos recuperar la grandeza pasada de la que tan orgullosos nos sentimos. La elección es simple: o continuamos siendo la España arrollada ante los intereses de la OTAN, de Washington, de Rabat y los burócratas de Bruselas, o recuperamos la esencia de la nación que se situó a la vanguardia de la defensa de Europa y la Cristiandad en Lepanto a través de la espada y en Trento a través de la palabra, la que realizó en el Nuevo Mundo la mayor obra civilizadora que ha dado un pueblo a la humanidad, la que con Isabel y Fernando creó un hermoso proyecto nacional o la que se erigió como reserva espiritual del continente mientras unos abrazaban el sádico neopaganismo nazi, otros el brutal ateísmo soviético y otros se erigían como dueños del destino para luego entregar a naciones enteras de Europa a las garras soviéticas.
Si decidimos encarar el proyecto de renacionalización del estado español y perseguir la defensa de nuestros intereses, es necesario también recuperar el esplendor de dos instituciones que no pueden despegarse de la naturaleza misma de España: la Santa Iglesia Católica y las Fuerzas Armadas Españolas. Ambas instituciones deben volver a recuperar un sentido nacional y contribuir en plenitud a la grandeza de la patria y al bienestar de las gentes de España.
« El actual orden internacional condena a los estados que no han alcanzado el mencionado umbral, a un estado de sumisión permanente y de una continua erosión de su soberanía »
Muchos han sido quienes han vaticinado, a lo largo de la historia, el fin de las luchas religiosas e ideológicas y el establecimiento de la paz mundial. A finales del siglo pasado, con la caída del Muro de Berlín y el posterior colapso de la URSS, una nueva oleada de ingenuo optimismo recorrió el mundo, promovida principalmente por las publicaciones y declaraciones de los principales exponentes de la escuela de pensamiento liberal dentro del área de estudio de las relaciones internacionales. Según estos, la caída de la URSS, conllevaba la derrota del campo socialista, lo que acabaría estableciendo a la democracia liberal como única forma de gobierno a nivel mundial. Esta idea profundamente arraigada entre los internacionalistas liberales estaba estrechamente relacionada con otra afirmación que establecía que las democracias no eran propensas a resolver las disputas con otras democracias a través del uso de la fuerza.
Sin embargo, el estallido de una serie de cruentos conflictos durante la década de los 90 demostró que la caída del bloque comunista, la imposición de la democracia liberal y una mayor institucionalización de las relaciones internacionales no conllevan necesariamente el fin de los conflictos existentes, ni la utilización de la fuerza para resolver los mismos. Los acontecimientos vividos desde la última década del siglo pasado hasta la actualidad demuestran que la realidad del tablero geopolítico es mucho más compleja, diversa y enquistada que la simple dicotomía entre democracias liberales y regímenes autoritarios. Irak y Afganistán son dos claros ejemplos de que las democracias liberales impuestas a los pueblos por la fuerza no son garantía de un futuro de estabilidad y prosperidad.
Siempre he creído que uno de los errores de la escuela liberal ha sido el asumir como verdadera la creencia de que durante los años de la Guerra Fría el factor ideológico reemplazó a los factores religiosos, étnicos y nacionales. Por el contrario, yo creo que lo único que hizo fue congelar una serie de conflictos de esta naturaleza que, tras el fin de este periodo, se recrudecieron e incrementaron de forma exponencial. Por ejemplo, el conflicto entre Azerbaiyán y Armenia por el enclave de Nagorno Karabaj, o las disputas étnicas y nacionales entre los pueblos que componían la Yugoslavia socialista.
Pero la presunción liberal de que la ausencia de un choque ideológico eliminaría los motivos de conflicto entre los estados del mundo no es el único error, ni siquiera el más importante de esta escuela de pensamiento. El liberalismo niega o subestima una realidad imperante en el ámbito internacional, que es el hecho de que los estados tienen en su naturaleza intrínseca, la tendencia a maximizar su poder geopolítico. Todos los estados del mundo buscan maximizar su poder geopolítico a través de diferentes técnicas y mecanismos. Si hay estados que no lo logran en lo más mínimo, se debe a dos motivos principales: que no hayan alcanzado cierto umbral de poder necesario para poder hacer efectiva una política independiente y soberana, o que cuenten con unas élites políticas, económicas, militares y religiosas que prefieren la sumisión ante los intereses de otros estados.
El ejercicio de reflexión sobre lo acontecido en este año que finaliza nos hace recordar qué tan alejados de la realidad están aquellos que buscan imponer estas utópicas ideas en el campo académico y tantas veces han desprestigiado y desmerecido a quienes analizamos e interpretamos la coyuntura geopolítica mundial desde una perspectiva realista. Pero el mayor daño que ha causado la imposición de una teoría liberal de las relaciones internacionales en la agenda de muchos estados ha sido el debilitamiento de los mismos frente a otros estados y entidades no estatales, que se han preparado para enfrentar los desafíos existentes, entendiendo la dura naturaleza del escenario internacional, donde los estados buscan maximizar su poder geopolítico y priorizan la defensa de sus valores e intereses por sobre la consecución de la paz o la resolución de las disputas a través de las fracasadas instituciones y organizaciones internacionales.
Si nos detenemos a analizar el último gran suceso geopolítico, que ha sido la caída de Bashar al-Assad en Siria tras una larguísima y cruenta guerra civil, podemos identificar como beneficiarios de este desenlace tanto a Turquía como a Israel, dos estados con intereses dispares y, en muchos aspectos, antagónicos, pero que comparten una visión hiperrealista de sus interacciones con el entorno geográfico que los rodea.
La caída y el exilio de Al Assad, y la llegada al poder de los rebeldes islamistas, no ha sido una consecuencia de las sanciones impuestas por los estados occidentales, ni de las diferentes iniciativas de Naciones Unidas, sino que fue producto de un desbalance de fuerzas en el terreno, propiciado por el desgaste de las fuerzas gubernamentales, el descontento popular, una menor intervención de Rusia e Irán, principales sostenes del gobierno en Damasco, y el apoyo turco a los rebeldes del HTS.
Turquía fue y es el principal contribuidor a la causa de los rebeldes islamistas, con el objetivo de debilitar y desarmar a las fuerzas kurdas presentes en territorio sirio, que en los últimos años han gozado de un incremento de su autonomía y el control de una gran extensión de terreno en el noreste sirio. Además, Erdogan busca alcanzar unas condiciones que propicien el regreso a Siria de cientos de miles de refugiados, cuya estancia en Turquía ha provocado tensiones con la población local en diferentes ciudades.
Por su parte, Israel ha aprovechado esta situación de inestabilidad y el vacío de poder momentáneo para hacerse con el control del lado sirio del Monte Hermón y los Altos del Golán, lo que deja a Damasco al alcance de la artillería israelí. Además, Jerusalén se ha encargado de destruir la totalidad de la fuerza aérea siria y su armada, destruyendo también arsenales de armas no convencionales que pertenecían al gobierno de Al Assad.
Tanto el estado hebreo como Turquía han aprovechado la debilidad del gobierno vecino para tomar la iniciativa y hacer valer su poderío militar en territorio sirio. Ankara ha ido incluso más allá, y está buscando erigirse como protagonista en la reconstrucción de una Siria destruida y asolada tras largos años de guerra. Varios miembros del gobierno formado por las milicias rebeldes que se hicieron con el control de Damasco han sido educados en Turquía y cuentan con el beneplácito del Ministerio de Exteriores turco.
La enseñanza que nos deja este último episodio es que la forma más eficaz de obtener resultados exitosos en el plano internacional es alcanzar un determinado umbral en cuanto a las capacidades militares, tecnológicas, económicas y políticas que permitan al estado imponer sus intereses por sobre los de sus enemigos. Solamente al sobrepasar ese umbral puede un estado sostener una política y acción exterior plenamente soberanas. También existen casos como el español, donde el umbral ha sido superado en algunos aspectos, pero, sin embargo, la clase dirigente prefiere alinearse con los intereses de otros estados y delegar los propios a la insignificancia.
Un caso como el español sirve para reflexionar sobre la importancia de reivindicar el sentir nacional y la defensa de la patria. Para poder sostener una política exterior exitosa y que se prolongue en el tiempo, es primordial entender como pueblo de dónde venimos, quiénes somos y hacia dónde vamos. Pero, por sobre todas las cosas, entender por qué luchamos y para qué luchamos. Los encargados de la elaboración de la política exterior y de la defensa del país no deben ser únicamente profesionales, sino también estar identificados con una doctrina y con una serie de valores superiores. Porque un estado sin doctrina es como un cuerpo sin alma. Y este ejercicio de reflexión no debe recluirse únicamente a la teoría, sino que debe aplicarse a la práctica.
En la actualidad, España participa en multiplicidad de misiones en el extranjero y, sin embargo, en la mayoría de los casos, no solamente la participación española no responde a la defensa de los intereses propios, sino que también contribuye a la imposición de un orden mundial que reduce la presencia española a la insignificancia. Podríamos preguntarnos en qué contribuye la presencia española en el Líbano, sirviendo de escudo para Hezbollah, en qué contribuye la presencia de las fuerzas españolas en Bosnia junto a la misma coalición que bombardeó a una nación hermana como Serbia, que se defendió con honor y dignidad frente al expolio de quienes buscaban el establecimiento de un estado musulmán en su territorio. La actuación de las fuerzas españolas en el extranjero y la entrega de sus miembros es motivo de orgullo, pero no debemos olvidar que esas fuerzas deberían estar plenamente al servicio de la defensa de España y sus intereses. Ni una sola vida española debe perderse en la defensa de intereses foráneos junto a quienes han perjudicado los intereses españoles.
Retomando la crítica del pensamiento liberal, los acontecimientos de las últimas décadas nos han demostrado que la simple implantación de la democracia liberal, la integración en los organismos internacionales y la consecución de una política exterior pacifista no son, en lo más mínimo, garantías de éxitos para las naciones del mundo.
El actual orden internacional condena a los estados que carecen de las capacidades mencionadas con anterioridad a un estado de sumisión permanente y de una continua erosión de su soberanía. España es un claro ejemplo de esta situación: desde hace décadas carece de una política exterior soberana e independiente; desde hace décadas las fuerzas armadas españolas carecen de una doctrina identificable, y el hecho de considerar como aliados a estados que han saboteado permanentemente los intentos españoles por alcanzar cierto umbral de poder no hace más que incrementar el daño.
El futuro nos depara un escenario internacional profundamente tensionado, donde quienes lograrán imponerse serán los estados fuertes y que cuenten con una serie de capacidades que les permitan imponer sus objetivos y defender sus intereses. La hiperconectividad, la globalización y la interdependencia son fenómenos de una importancia inconmensurable, pero que no lograrán por sí mismos la consecución de la paz global. Es por esto mismo que la historia y el devenir de los pueblos del mundo es hoy más dinámica que nunca.
El presente nos indica que hay dos tipos de estados en el mundo: quienes están preparados y han trazado un camino para poder sostener una política internacional libre, soberana e independiente, y, por otro lado, un grupo numeroso de naciones a las que se les es impuesto su futuro sin tener la posibilidad de trazarlo de forma autónoma. Los últimos conflictos, que van desde la toma de Nagorno Karabaj por las fuerzas azerbaiyanas, el conflicto entre Israel y las milicias apoyadas por Irán, la guerra en Ucrania o la caída de Al Assad en Siria, nos indican quiénes son los vencedores y los vencidos del actual escenario geopolítico internacional. Pero, al hablar de vencedores y vencidos, también es imprescindible entender que hay un tercer grupo, que es el de aquellos estados que ni siquiera pueden dar la batalla y defender sus intereses dignamente, ya que forman parte del grupo de los sumisos y dependientes. Lamentablemente, España se ubica en este último grupo.
Si España quiere recuperar el sitio que por motivos históricos y méritos propios le corresponde, debe realizar un viraje profundo y radical tanto a nivel de política interna como externa. La cohesión interna, la defensa de la lengua común y una mirada de futuro sin divisiones partidarias son los pilares sobre los que debe situar la proyección de España hacia el mundo. Las buenas intenciones por sí mismas de nada sirven para enfrentarse a una coyuntura internacional como la actual. La defensa de los valores permanentes de la España eterna debe priorizarse por sobre cualquier tipo de alianza o amistad con otros estados. No podemos considerar como aliados a un estado como el Reino Unido que usurpa un trozo del corazón de la nación española y que se niega a sentarse en la mesa de negociaciones en igualdad de condiciones. Tampoco podemos considerar como amigo a un estado como Marruecos que continúa sin reconocer la españolidad de Ceuta y Melilla y que continuamente se encarga de perjudicar los intereses de España.
Pero para enfrentar esta serie de desafíos es imprescindible contar con un amplio apoyo popular y una profunda conciencia nacional. Los españoles debemos decir si queremos seguir siendo una nación ninguneada, humillada y pisoteada en el plano internacional, o si queremos recuperar la grandeza pasada de la que tan orgullosos nos sentimos. La elección es simple: o continuamos siendo la España arrollada ante los intereses de la OTAN, de Washington, de Rabat y los burócratas de Bruselas, o recuperamos la esencia de la nación que se situó a la vanguardia de la defensa de Europa y la Cristiandad en Lepanto a través de la espada y en Trento a través de la palabra, la que realizó en el Nuevo Mundo la mayor obra civilizadora que ha dado un pueblo a la humanidad, la que con Isabel y Fernando creó un hermoso proyecto nacional o la que se erigió como reserva espiritual del continente mientras unos abrazaban el sádico neopaganismo nazi, otros el brutal ateísmo soviético y otros se erigían como dueños del destino para luego entregar a naciones enteras de Europa a las garras soviéticas.
Si decidimos encarar el proyecto de renacionalización del estado español y perseguir la defensa de nuestros intereses, es necesario también recuperar el esplendor de dos instituciones que no pueden despegarse de la naturaleza misma de España: la Santa Iglesia Católica y las Fuerzas Armadas Españolas. Ambas instituciones deben volver a recuperar un sentido nacional y contribuir en plenitud a la grandeza de la patria y al bienestar de las gentes de España.